Por : Diane Langberg
¿Por qué los seres humanos se dejan llevar con tanta facilidad para abusar del poder? Se nos otorgó poder para que pudiéramos hacer el bien, pero ¿por qué lo utilizamos tan a menudo para hacer el mal? El engaño parece ser un factor clave que nos conduce a usar el poder para tomar lo que no es nuestro y lo que traerá muerte. Cualquier estudio sobre el abuso del poder también incluye un estudio del engaño, primero de uno mismo y, luego, de los demás.
Volvamos a ese primer engaño. Génesis 3:1 dice que «… la serpiente era astuta, más que todos los animales del campo que Jehová Dios había hecho; la cual dijo a la mujer: ¿Con que Dios os ha dicho: No comáis de todo árbol del huerto?». Modificó lo que Dios había dicho y llevó la palabra de Dios más allá de los límites que Él había establecido. Eva captó el primer engaño y dijo: «… Del fruto de los árboles del huerto podemos comer; pero del fruto del árbol que está en medio del huerto dijo Dios: No comeréis de él, ni le tocaréis, para que no muráis» (vv. 2 y 3). Observe que Dios no había dicho nada sobre tocar el árbol. La propia Eva tergiversó las palabras de Dios incluso cuando intentó corregir el engaño de la serpiente.
El maestro del engaño le dijo que no moriría, como si de alguna manera eso no fuera lo que Dios había querido decir. Seguro que ella debe haberlo malinterpretado. Lo que Él quiso decir, en realidad, fue que si comían de él, sus ojos serían abiertos y serían como Dios, sabiendo el bien y el mal. Dios creó a los seres humanos a Su imagen, lo cual era algo glorioso, aunque eran diferentes a Él porque desconocían el mal. Él protegió a los vulnerables, a los que no estaban preparados para conocer el mal, para que permanecieran sin ser dañados por él. También creó una opción para ellos. En medio del bien abundante, Dios señaló lo tóxico y los invitó a elegirlo a Él por sobre todas las demás cosas. Esa invitación era la elección de inclinarse reiteradamente ante Dios. Esa inclinación los cambiaría, los fortalecería y aumentaría su semejanza a Él. Eva fue seducida por este argumento y eligió creer la versión de la serpiente de las palabras de Dios en lugar de creerle a Dios mismo. Ella aceptó lo que pensó que era bueno, hermoso y le daría sabiduría. Creyó la versión de alguien que no era Dios y emitió un juicio basado en apariencias externas y, por lo tanto, fue engañada y herida. Ingirió la toxina y se alejó del Dios que la amaba.
Nosotros también nos engañamos cuando ingerimos lo que nos hace daño y etiquetamos lo que hacemos como bueno para Su Iglesia, o incluso para protegerla. Juan, el amado de Cristo, escribió una carta hacia fines del siglo i porque esta ban engañando a los creyentes. Les escribió sobre la luz y las tinieblas, la verdad y el error, la justicia y la iniquidad, la vida y la muerte. En 1 Juan 1:510, él expresa que podemos estar seguros de que conocemos a Dios si lo obedecemos. Podemos afirmar que lo amamos, pero si aborrecemos a alguien o lo consideramos «inferior», somos mentirosos. Podemos decir que lo amamos, pero si nos inclinamos ante algo que no sea Dios para satisfacer nuestra hambre, ingerimos toxinas para nuestras almas. Podemos decir que amamos a Dios, pero si consideramos inferiores a las víctimas de abuso o a las personas de otra raza o etnia, dejamos en claro que somos mentirosos y que la verdad no está en nosotros. Estamos engañados.
Juan añade que no debemos amar al mundo ni a las cosas del mundo. No debemos entregarnos a alcanzar el éxito que se mide por resultados terrenales, incluso en el contexto de la iglesia. Nos debe gobernar el amor y la obediencia a Jesucristo sin importar el resultado. Juan menciona los deseos de cosas materiales como las riquezas, las propiedades y los números. Habla del anhelo de lo que vemos o imaginamos en el futuro, de lo tangible. Por último, menciona el orgullo que tenemos por nuestros logros o posiciones. Juan señala que el amor por el estatus y las cosas externas y terrenales es un indicador de que el amor del Padre no habita en nosotros. Estas son las cosas que nos seducen con tanta facilidad, incluso en la cristiandad.
Como pueblo de Dios, somos susceptibles de ser engañados por lo que vemos, lo que anhelamos y lo que llamamos bueno. Somos demasiado generosos con la confianza que nos tenemos y estamos dispuestos a darnos el beneficio de la duda. Comenzamos por etiquetar las cosas de forma incorrecta. Eva lo hizo. Cuando se le preguntó sobre el árbol, ella dijo que si comían de él o lo tocaban, seguramente morirían. Dios no había dicho nada sobre tocar el árbol. En esa afirmación, ella ya había abandonado la verdad por el engaño. Había tomado lo que Dios había dicho y le había añadido algo. A menudo, les cambiamos el nombre a las cosas cuando les agregamos algo que Dios nunca quiso.
Tergiversamos la Palabra de Dios añadiéndole cosas. Decimos que el amor de Dios requiere una lista de reglas y que si no las seguimos, lo desobedecemos. Jesús les habló con dureza a los fariseos por hacer exactamente eso. «Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas» (Mat. 23:4, RVR1995). Les decimos a las víctimas de abusos atroces y que han alterado sus vidas que simplemente per donen y olviden. El perdón de cualquier mal, especialmente de uno que destruye la vida de una persona, nunca incluye la simple tarea de «solo hágalo». Nuestras mentes tampoco olvidan. Es de esperar que el tiempo y el esfuerzo, y algún grado de sanidad, puedan modificar nuestra relación con esos recuerdos. Pero ¿olvidar? ¿Quién olvida haber sido violado o que sus huesos hayan sido aplastados por aquél al que llama marido o haber sido vendido por aquel al que llama papá? Es fácil tergiversar la verdad de Dios ante nosotros mismos y ante los demás. Eva se lo hizo a sí misma, y después compartió su engaño con Adán, y él también se engañó a sí mismo. Nos convencemos a nosotros mismos, y a veces a otros, de que estamos haciendo el bien cuando no es así. Los hacemos partícipes de nuestros engaños. Así nos sentimos validados en nuestras decisiones. Sin embargo, faltaba una voz significativa en estas decisiones. El profeta Jeremías cita a Dios: «… Por causa del engaño rehúsan conocerme…» (Jer. 9:6, NBLA). ¿No es lo mismo que hicieron Adán y Eva: ignorar la voz de Dios? ¿No es lo que hacemos nosotros?
Autorizamos el uso fraudulento de millones de dólares «para Dios» sin preocuparnos por aquellos a quienes les mentimos. Toleramos la intimidación en la dirección de una organización «cristiana» porque «así es esa persona». Protegemos a un líder juvenil talentoso porque la cantidad de personas está aumentando, a pesar de que varios se presentaron y hablaron de los abusos de forma vacilante. Les decimos a los niños y niñas que el pastor, el instructor o el líder de la familia de la iglesia no pudo haber tenido una intención sexual. Al pasar por alto lo que nos hace daño, nosotros, como los israelitas, nos negamos a reconocer a Dios. En vez de buscar la voz de Dios cuando nos sentimos atraídos hacia el engaño, aceptamos ser engañados por una «buena» causa y le añadimos el nombre de Dios.
Jeremías dijo: «Más engañoso que todo es el corazón, Y sin remedio; ¿Quién lo comprenderá?» (17:9, NBLA). Si toda la fuerza de esta afirmación nos impactara, tendríamos miedo de salir de la cama. La palabra hebrea que se usa para hablar del engaño incluye significados como «insidioso», «astuto» y «poco confiable». Estas definiciones me llamaron la atención después de un viaje a Ruanda. Los niveles de engaño y el abuso total del poder en cualquier genocidio son estremecedores, pero en este caso, la iglesia de Ruanda fue lamen tablemente cómplice del genocidio que se cobró la vida de unas ochocientas mil personas. La iglesia quería pureza, pero la búsqueda de ese tipo de «pureza» significaba desobedecer a Dios de manera flagrante y odiosa. La iglesia compró el engaño de que algunos ruandeses eran impuros y, por lo tanto, debían ser erradicados. El engaño condujo a los que se llamaban a sí mismos el pueblo de Dios a aplastar, deshumanizar y destruir a los seres humanos creados a semejanza de Dios. Él los había llamado a ser luz en el mundo y a exponer las obras de las tinieblas. En cambio, ellos se perdieron en esas tinieblas y utilizaron las Escrituras para «santificarlas».
El proceso del engaño
Aunque el fruto del engaño puede ser bastante evidente, el engaño, por su naturaleza, es a menudo difícil de ver. Lo experimentamos cuando alguien a quien veneramos es expuesto por años de abuso sexual o fraude. Pensábamos que ante nosotros estaba una persona honesta y buena, y no vimos las señales en el rastro de la evidencia perceptible. ¿Cómo sucede algo así y por qué es tan difícil de ver? Y cuando sale a la luz, ¿por qué estamos tan decididos a negar la verdad y así engañarnos a nosotros mismos?
El engaño empieza con uno mismo, no con los demás. Así sucedió con Satanás. Se engañó a sí mismo al pensar que podía y debía ser como el Altísimo. Ahora trabaja para engañarnos, y nuestros corazones falaces están dispuestos a asociarse con él en esta tarea. Encontramos formas de decirnos cosas que no son ciertas para creerlas y actuar en consecuencia, y así, evitar conflictos internos. «Necesito sacar una buena nota en este examen. Si no lo hago, no aprobaré el examen ni el curso. No puedo desaprobar porque mis padres se sacrificaron para que vaya a esta escuela. Se enojarán y se avergonzarán de mí. Me voy a copiar solo esta vez por el bien de mis padres». Esa línea de pensamiento es una réplica de lo que sucedió en el huerto. Haré esto por un buen propósito; por lo tanto, es bueno. Comeré de este fruto para ser igual a Dios. Dios quiere que me asemeje a Él. Me convencí, mediante el engaño, de que hacer el mal está bien. He adormecido cualquier sentimiento de miedo o culpa al engañarme a mí mismo y al llamar bien al mal. Las mentiras más eficaces son las que contienen algo de verdad. He trabajado con personas durante muchos años y he visto este patrón reiteradamente. La gente se inocula a sí misma con un pensamiento bueno para poder justificar el mal que está a punto de elegir, un mecanismo común entre los seres humanos caídos.
Piense en esta descripción del engaño en relación con situaciones en su propio mundo que incluyan abuso sexual, violencia doméstica, malversación de fondos, infidelidad y diversas adicciones. Considere también que cuando una persona se alimenta de la afirmación o del éxito, o exige que los demás estén de acuerdo con ella, aparecen otros engaños similares, aunque pueden ser comportamientos menos evidentes. La tentación aparece, se suma el autoengaño o la ilusión, se llama bueno a lo malo o, al menos, se lo justifica y, con el tiempo, la elección se vuelve costumbre y el prisionero queda atrapado, participando de forma activa y acercándose a la muerte. Cada vez que llamamos verdad a una mentira, dañamos nuestra capacidad de emitir juicios morales. Un personaje de The Thicket [El matorral], de Joe R. Lansdale, dice: «Hasta cierto punto, encuentro el pecado como el café. Cuando era joven, lo probé por primera vez y me pareció amargo y desagrada ble, pero luego me empezó a gustar cuando le agregaba un poco de leche y luego me empezó a gustar solo». El pecado es así. Se endulza un poco con mentiras, y luego uno puede beberlo directamente.1
Cuando sale a la luz así, el engaño suena repugnante, y hasta horroroso, pero aparece en nuestros ministerios y en nuestras vidas de forma sutil, a veces incluso en bonitos paquetes. El engaño puede esconderse fácilmente bajo la superficie de un alto puesto, un gran conocimiento teológico, una habilidad verbal impresionante y un excelente desempeño. De hecho, esas son herramientas del poder que permiten a las personas vivir de manera engañosa y ocultar el hecho de que lo están haciendo. Esos factores externos se convierten en un motivo de engaño. Si el enemigo de nuestras almas puede parecerse a un ángel de luz, desde luego que un ser humano malvado, que, en realidad, lo está imitando, puede parecer bien vestido, elocuente en la teología y hermoso al ojo humano.
Como escribí en un libro anterior, Suffering and the Heart of God [El sufrimiento y el corazón de Dios]: «El autoengaño funciona como un narcótico que nos protege de ver o de sentir lo que es doloroso para nosotros».2 Es fácil abusar de un narcótico que reduce el dolor. Con el tiempo, nuestra capacidad para soportar el dolor, trabajar en él o encontrar formas salu dables de aliviarlo disminuye y dependemos cada vez más del narcótico para sobrellevarlo. La crisis de opioides en Estados Unidos es un ejemplo sorprendente de esta dinámica. Al igual que los opioides, el engaño bloquea el dolor, nos ayuda a relajarnos y a calmarnos porque, mediante él, «arreglamos» lo que nos angustiaba. Además, nos volvemos buenos en lo que practicamos. Cuanta más práctica tenemos en algo, más capaces somos de hacerlo sin pensar de manera consciente. Se convierte en un hábito y podemos hacerlo mientras pensamos en otras cosas. Eso funciona muy bien para atarse los zapatos; es aterrador cuando se trata de engañarnos a nosotros mismos y a los demás.
Jeremías afirma, en esencia, que nuestro engaño nos engaña. Al igual que con un narcótico físico, cuanto más reiterada mente utilizamos el engaño, más débil es nuestra capacidad de resistencia. Una y otra vez, nuestro juicio se ve sesgado por las mentiras hasta que el engaño se convierte en un hábito y el poder de reconocer y elegir lo que es bueno muere. Esto es lo que sucede con alguien que ha abusado sexualmente de niños. Si alguna vez esa persona se sintió atormentada con respecto a sus acciones, hace tiempo que ese tormento murió. Howard Thurman lo explica de esta manera: «El castigo del engaño es que uno se convierta en un engaño y pierda por completo la capacidad de discriminar el bien del mal. Un hombre que miente con regularidad se convierte en una mentira y cada vez le resulta más imposible saber cuándo está mintiendo y cuándo no».3
El engaño también es contagioso: se transmitió del ene migo a Eva, a Adán y a nosotros. Nos empeñamos en creer lo que dicen las personas que son importantes para nosotros: un hijo, un cónyuge, un pastor. Podemos enterarnos de que un líder de la iglesia muy querido ha abusado sexualmente de varias mujeres en la iglesia y, como nadie quiere que eso sea cierto, saltamos en su defensa, desesperados por probar que las acusaciones son falsas. El engaño se convierte así en pensamiento de grupo. Usamos nuestro poder colectivo para cerrar filas y proteger lo que deseamos que sea verdad. El engaño crece hasta involucrar a muchas personas que se han inyectado corporativamente el narcótico en lugar de enfrentarse a la destrucción y al dolor que acompaña a la verdad. Así el engaño se convierte en algo sistémico.
El poder dañino del engaño
Engañarnos a nosotros mismos y a los demás siempre conduce a la muerte. Lea estas palabras del célebre escritor y sobre viviente de Auschwitz, Elie Wiesel: «Me pellizqué. ¿Todavía estaba vivo? ¿Estaba despierto? ¿Cómo es posible que hombres, mujeres y niños fueran incinerados y que el mundo guardara silencio? No. Todo esto no podía ser real; una pesadilla, quizás. Enseguida, me desperté de un sobresalto y le dije a mi padre que no podía creer que los seres humanos fueran incinerados en nuestros tiempos. El mundo nunca toleraría esos crímenes. “El mundo —dijo él—, el mundo no se preocupa por nosotros. Hoy, todo es posible, incluso los crematorios”».4
«Todo es posible», dijo el padre a su hijo de quince años mientras estaban sentados en un campo de concentración. Es más, fue posible que los seres humanos incineraran a los niños y adultos vulnerables y que nadie los ayudara. Si miramos más atrás, encontramos en Jeremías y en otros lugares que los israelitas sacrificaron a sus hijos en el fuego. ¿Por qué? Para apaciguar a Dios, para permanecer en Su buena gracia. Sacrificaron a sus hijos al dios cananeo Moloc. En su pensa miento retorcido, hicieron lo que el Dios de Israel les había prohibido hacer para ganarse Su favor, para complacerlo. Los nazis no fueron los primeros en incinerar niños. El pueblo de Dios lo hizo mucho antes.
Estuve en Auschwitz junto a esos hornos donde habían arrojado a los niños y otras personas vulnerables. ¿Y por qué habían sido arrojados allí? Por el bien de la «pureza». Para ser puros, debemos deshacernos de ciertos tipos de seres humanos; debemos silenciarlos, eliminarlos, porque son una amenaza para nuestra pureza y nuestra prosperidad. ¡Un engaño desconcertante! Sin embargo, ¿no es eso lo que hacemos cuando expulsamos de nuestro entorno a las víctimas de abusos que dicen la verdad y las etiquetamos como «alborotadoras»? ¿No es eso lo que hacemos cuando nos separamos de otro grupo étnico por considerarlo diferente a «nosotros»? Los arrojamos a los hornos de la vergüenza, de la inferioridad, del aislamiento, de la mentira, de la impureza, y muchas otras etiquetas más.
Estuve en Ruanda, donde los que eran llamados «cucara chas» debían ser destruidos para poder «purificar» al pueblo. Como si el pueblo pudiera purificarse con la masacre de almas preciosas que Dios mismo había creado. ¿No hemos hecho lo mismo con la máquina de la esclavitud, los linchamientos, las golpizas, el aislamiento y la humillación? ¿No lo hemos hecho con los pueblos indígenas, a los que etiquetamos de impuros y pusimos detrás de vallas? Cualquier grupo de personas que invoca el nombre de Cristo y hace estas cosas crea un lugar de muerte.
Piense en los muchos engaños de la Iglesia con respecto a aquellos a quienes se los considera inferiores de varias maneras. Como veremos, los engaños son sistémicos, lo que significa que hay sistemas humanos enteros que perpetran mentiras como verdad. Creemos que nuestra denominación o nuestra iglesia tiene la única doctrina correcta. Creemos que nuestra raza es superior y necesita ser protegida por sobre las demás a toda costa. Creemos que solo un género, una raza, un grupo puede tener el poder. Nosotros tenemos razón y todos los demás son, de algún modo, inferiores. Los engaños despiadados que destruyen vidas y naciones enteras se sostienen como una verdad. Si duda de esto, pase un tiempo en las redes sociales «cristianas» durante una semana.
Podemos observar un ejemplo de engaño sistemático en la forma en que la Iglesia ha creído mentiras sobre la raza y no es consciente aún de la profundidad de esos engaños ni de su continuo daño. Nos hemos engañado por completo al pensar que es bueno separarnos de otros que son, de alguna manera, diferentes a nosotros. Y el pueblo de Dios, al que Él un día unirá, aún tiene que ver el daño hecho a quienes fueron mal tratados y esclavizados en nombre de Dios y cómo ese daño se sigue pasando de generación en generación.
Otra forma en que la Iglesia está involucrada en el engaño sistemático es en nuestra falta de voluntad para defender a las víctimas del poder abusivo. El periódico Houston Chronicle expuso el engaño sistémico en la Convención Bautista del Sur con respecto a décadas de haber ignorado y ocultado innumerables actos de abuso sexual y violación, y de haber protegido a los perpetradores.5 Estos engaños todavía se están descubriendo. El daño a las víctimas es incalculable. También nos hace daño a nosotros porque cada vez que nos engañamos perjudicamos nuestras vidas y nuestras almas. Todas estas cosas se llevaron a cabo utilizando la casa de Dios y la Palabra de Dios para autorizar los engaños, los comportamientos y el encubrimiento de los malvados.
Cada vez que nos engañamos a nosotros mismos y pensamos que lo que Dios considera malo es, en realidad, bueno, algo muere. Durante la esclavitud, los que estaban en el poder mataron a muchos seres humanos, junto con otras cosas como la dignidad, el poder de elección, la prosperidad, la voz y el amor. El acto o el encubrimiento del abuso también mata. Mata la esperanza, la confianza, la seguridad, la dignidad y el amor. G. Campbell Morgan expresa lo siguiente: «El lugar sagrado significa no ser cómplice de nada que haga que el lugar sagrado se vuelva una necesidad».6 La Iglesia y las personas que la componen han sido cómplices de cosas horribles que requieren un lugar sagrado. Somos llamados a ser un lugar sagrado para los vulnerables. Con frecuencia, hemos elegido ser un lugar seguro para los poderosos y nos hemos engañado a nosotros mismos creyendo que Dios lo consideraría bueno.
El engaño no solo es contagioso y sistémico, sino que se transmite fácilmente de generación en generación. Esto significa que el fracaso de la Iglesia destroza a las víctimas actuales y perjudica a las generaciones venideras. La Iglesia, el instrumento de Dios, que debía usar su poder para derramar bendiciones a través de los tiempos, se convierte en una máquina de engaños que se transmiten una y otra vez.
Las personas que tienen poder en la vida de un niño, los padres y la familia extendida, tienen un papel importante en la formación de la identidad personal y social durante los años de desarrollo. Esas identidades pueden basarse en mentiras. Es posible que una niña pequeña crezca engañada por completo sobre lo que significa ser mujer. Puede aprender que las mujeres son basura, objetos sexuales que se utilizan por capricho o tontas, y que si expresa un pensamiento, será humillada.
O puede aprender que es preciosa y que se le debe criar bien y de forma segura para que pueda aprender, crecer y convertirse en la mujer que Dios quiere que sea. Su mente se desarrolla, aprende a ser fuerte y se le alienta a tener una voz. Asimismo, un niño pequeño puede crecer bien educado y amado. Se le puede enseñar a ser amable y que la fuerza de cualquier tipo debe utilizarse para bendecir a otros. O se le puede enseñar que puede utilizar el poder que tiene para lo que le sea conveniente, que la ira es una manera de relacionarse con los demás y que debe hacer lo que sea necesario para obtener lo que quiere. El abuso a mujeres y niños, el odio y la violencia hacia otros grupos étnicos, la censura a todos los que creen diferente y muchas otras mentiras se transmiten a menudo a través de las generaciones. Los engaños que Dios odia se convierten en creencias firmemente arraigadas y se las considera una roca sobre la cual afirmarse. Los seres humanos hacen de las mentiras un lugar sagrado, en vez de Dios mismo, el Dios de la verdad y la luz.
El camino de la verdad
Esta es la verdad: Juan nos expresa lo siguiente en su primera epístola: «… El que no ama a su hermano, permanece en muerte. Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida […]. Pero el que tiene bienes de este mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Jn. 3:1415, 1718). En el principio, Dios dijo: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gén. 2:17). Él dijo la verdad. Adán y Eva tergiversaron las palabras de Dios y vino la muerte. Ahora Dios dice: «Pero si hay un hombre que odia a su prójimo […] lo entregarán […] para que muera» (Deut. 19:1112, NBLA). Muchos de nuestros engaños existen para alimentar nuestros deseos y protegernos a nosotros mismos sin tener en cuenta a los demás ni cómo los afectamos.
La palabra griega para «odiar» en este versículo significa «matar», pero también puede significar «despreciar a alguien en su corazón». Significa «derribar o destruir a otro», y Juan afirma que podemos hacerlo tan solo al cerrar nuestros corazones contra los necesitados. Los corazones engañados son corazones que están cerrados. En primer lugar, están cerra dos al Dios de la verdad y, en segundo lugar, a los demás seres humanos. El engaño siempre hace daño al que engaña y a los que son engañados. Cuando cerramos nuestros corazones, en esencia, despreciamos a las personas en nuestros corazones. Juan nos ruega que no amemos solo con palabras. Podemos ser bastante buenos amando de esa manera y podemos engañarnos a nosotros mismos de que es suficiente. Sin embargo, debemos amar de hecho y en verdad. Eso significa que debemos alcanzar el estándar de Dios de amor y de verdad. Significa que no nos engañaremos a nosotros mismos ni a los demás y que seremos personas de verdad en todo momento. En otras palabras, tendremos integridad, lo opuesto al engaño. La palabra «integridad» proviene de integer, que significa «intacto». Se refiere a algo que se mantiene igual de principio a fin.
Juan le dice al pueblo de Dios que no amen «de palabra ni de lengua» (nuestro medio más frecuente para engañar); «sino de hecho y en verdad» (la palabra «hecho» implica trabajo arduo, duro) (1 Jn. 3:18). Juan está describiendo el poder para bendecir. Amar por medio de nuestras acciones y en verdad significa que nuestras vidas serán una bendición para los que nos rodean. El engaño es la antítesis del amor. Cuando engañamos, es evidente que estamos haciendo lo opuesto a la verdad. No nos hemos dicho la verdad a nosotros mismos ni se la hemos dicho a los demás. El fruto del engaño es el daño a uno mismo y luego a otros, como, por ejemplo, a nuestras familias, iglesias y naciones. Dios afirmó que seguro moriríamos si comíamos de ese fruto.
Preste atención a Jeremías nuevamente:
«¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo!
Hicieron que su lengua lanzara mentira como un arco, y no se fortalecieron para la verdad en la tierra […].
Y cada uno engaña a su compañero, y ninguno habla verdad; acostumbraron su lengua a hablar mentira […]. Su morada está en medio del engaño; por muy engañadores no quisieron conocerme, dice Jehová» (Jer. 9:1, 3, 56).
El engaño de cualquier tipo o tamaño trae muerte. Así ha sido desde el principio. Seguimos a Aquél que dijo: «Yo […] soy la verdad» (Juan 14:6). No dijo que nos mostraría la verdad; ni que si memorizábamos determinadas cosas, tendríamos la verdad; ni tampoco que si pertenecíamos a la iglesia, la raza o la nación correcta, conoceríamos la verdad. Jesús afirmó: «Yo […] soy la verdad», lo que significa que cualquier cosa que no se parezca a Dios encarnado no es la verdad. Si lo permitimos, esta verdad destruirá muchos de los engaños a los que nos aferramos y que parecen protegernos, pero que, en realidad, nos traen muerte.
El camino de Jesús
Jesús se sentó en la ladera de una montaña y, delante de la multitud, les enseñó a Sus discípulos Su camino: el camino de la verdad y el amor. Si prestamos atención, notaremos que no hay una sola palabra en las Bienaventuranzas que haga referencia a las ideas humanas de cómo es un reino. Las ideas humanas sobre la construcción del reino se centran en la nación, la raza, la tribu, la fuerza militar y la riqueza. Jesús enseña que la grandeza en Su reino se encuentra en el carácter que refleja Su semejanza. Él comienza de la siguiente manera: «Dichosos los pobres en espíritu…» (Mat. 5:3, NVI). Dichosos los que están dispuestos a dejarse gobernar por Dios en vez de por sus propios engaños. Dichosos somos nosotros cuando no nos dejamos gobernar por nuestros engaños sobre el poder, los logros y las posesiones o sobre la raza, la jerarquía, la posición y el elogio. Somos bendecidos cuando hacemos la voluntad de nuestro Padre y cuando, desde ese lugar, nos lamentamos por nuestros pecados y los de los demás. Somos humildes al buscar lo que Dios piensa de todas las cosas que hemos creído y que, en realidad, son engaños. Deseamos y anhelamos, rechazando todo lo que no se parezca a Dios. Somos misericordiosos y servimos a los que sufren. Somos puros de corazón. Nuestros corazones no se encuentran divididos, sino que obedecen al Padre. No buscamos ni una teología pura, ni una raza pura ni una apariencia de pureza. La única pureza que buscamos es la de tener un corazón gobernado por Cristo, el Señor.
Nos engañamos fácilmente y seguimos falsos caminos. Seguimos una caricatura de Cristo, hecha a nuestra imagen, que apoya nuestros caminos y nuestros prejuicios. ¡Es curioso que ese Cristo siempre parece estar de acuerdo con nosotros! Nuestro Señor no estuvo de acuerdo con Roma, ni con el Sanedrín ni con las multitudes. No estuvo de acuerdo con Sus propios discípulos cuando no hicieron la voluntad de Su Padre. Como Él mismo señaló: «Porque el que me envió, con migo está; no me ha dejado solo el Padre, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Juan 8:29). Si lo seguimos, nos arrepentiremos y abandonaremos todo aquello que hacemos como individuos en nuestras familias, nuestras iglesias, nuestras comunidades o en este mundo que no se parece a Cristo. Si no lo hacemos, buscaremos formas de engañarnos para aceptar lo que no es de Dios. Esos engaños pueden ser las mentiras que nos decimos a nosotros mismos sobre nuestros propios abusos o los abusos de los demás. También pueden ser engaños sobre nuestro propio orgullo por nuestros pues tos, nuestra enseñanza o nuestra experiencia. Existe una pro funda relación entre el orgullo religioso impío y el fracaso en el autocontrol, lo que nos deja demasiado expuestos a las peores tentaciones. Esas cosas son el fruto del engaño. «Todo lo que alimenta el orgullo personal fomenta una decadencia rápida y mortal de la fuerza moral […]. Para la persona que aparenta ser cristiana, no hay camino más seguro hacia la degeneración espiritual que el orgullo espiritual».7
Que las «pequeñas» muertes nunca se vuelvan costumbre y así nos conduzcan por el camino del autoengaño a muertes mayores. Que no absorbamos conocimiento y, a pesar de ello, no obedezcamos. Que nos humillemos y busquemos el rostro de Dios. Que invoquemos a Aquél que es la verdad para que escudriñe nuestros corazones y conozca nuestros caminos. Que busquemos ansiosamente al Dios escudriñador quién no derramará ni genocidio ni engaño ni muerte de ningún tipo, sino ríos de agua viva. Que nosotros, el pueblo de Dios, nos arrepintamos.
Diane Langberg Ph. D. es reconocida mundialmente por sus 45 años de trabajo clínico con víctimas de trauma. Ha capacitado a cuidadores en seis continentes para responder al trauma y al abuso de poder. También dirige su propia práctica de consejería en Jenkintown, PA, Diane Langberg, Ph.D. & Associates, que incluye dieciséis terapeutas con múltiples especialidades
Extraído del libro Poder redimido.
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