Por Tim Keller
“Descendió a Jope y, encontrando un barco rumbo a Tarsis, pagó el pasaje y se embarcó para ir con ellos a Tarsis, lejos de la presencia del Señor. Pero el Señor lanzó un gran viento sobre el mar, y hubo una tormenta tan poderosa que se esperaba que el barco se iba a romper.”
—JONÁS 1:3b‐4
Jonás huyó, pero Dios no lo soltó. El Señor «lanzó un gran viento sobre el mar» (v. 4). La palabra «lanzó» se usa con frecuencia para arrojar una lanza (1 Sam. 18:11). Es una viva imagen de Dios que puso en marcha una poderosa tempestad en el mar alrededor del barco donde iba Jonás. Era un «gran» (gedola) viento, la misma palabra que se usa para describir a Nínive. Si Jonás se negaba a ir a la gran ciudad, tendría que atravesar una gran tormenta. Esto nos comunica tanto noticias desalentadoras como reconfortantes.
Las tormentas que se relacionan con el pecado
Las noticias desalentadoras son que todo acto de desobediencia a Dios se relaciona con una tormenta. Este es uno de los grandes temas de la literatura de sabiduría del Antiguo Testamento, en especial el Libro de Proverbios. Debemos tener cuidado en este punto. Esto no significa que toda dificultad que viene a nuestras vidas es el castigo por algún pecado en particular. Todo el Libro de Job contradice la creencia común de que a las buenas personas todo les sale bien y que, si algo va mal en sus vidas, debe ser su culpa. La Biblia no afirma que toda dificultad sea el resultado de algún pecado, pero sí enseña que todo pecado traerá consigo dificultades.
No podemos tratar nuestros cuerpos con indiferencia y esperar tener buena salud. No podemos tratar a las personas con indiferencia y esperar mantener su amistad. No podemos poner nuestros propios intereses antes que el bien común y todavía tener una sociedad funcional. Si atentamos contra el diseño y el propósito de las cosas, si pecamos contra nuestros cuerpos, nuestras relaciones y nuestra sociedad, nos devolverán el golpe. Hay consecuencias. Si atentamos contra las leyes de Dios, estamos atentando contra nuestro propio diseño, ya que Dios nos creó para conocerlo, servirlo y amarlo. La Biblia menciona que, en ocasiones, Dios castiga el pecado («El Señor aborrece a los arrogantes. Una cosa es segura: no quedarán impunes». [Prov. 16:5]), pero, en otras ocasiones, el mismo pecado nos castiga («La violencia de los malvados los destruirá, porque se niegan a practicar la justicia» [Prov. 21:7]). Ambos textos son verdaderos. Todo pecado se relaciona con una tormenta.
El erudito del Antiguo Testamento, Derek Kidner, escribió: «El pecado […] va creando estragos en la estructura de la vida, lo que solo puede terminar en quebrantamiento». En general, a los mentirosos se les miente, a los agresores se les agrede y quien a hierro mata, a hierro muere. Dios nos creó para vivir para Él más que para otra cosa, así que hay una parte espiritual que nos es dada. Si edificamos nuestras vidas y el sen- tido que ellas tienen en algo más que en Dios, estamos actuando contra la naturaleza del universo y de nuestro diseño y, por lo tanto, de nuestro propio ser.
En este caso, los resultados de la desobediencia de Jonás son inmediatos y dramáticos. Hay una poderosa tormenta dirigida directamente a Jonás. Lo súbito y violento era algo que aun los marineros paganos pudieron discernir como algo que tenía un origen sobrenatural. Con todo, esa no es la norma. Los resultados del pecado son a menudo más parecidos a la respuesta física que se tiene a una dosis debilitante de radiación. Uno no siente dolor de manera súbita en el momento que está expuesto a la radiación. No es como un dis- paro o el desgarre causado por una espada. Uno se siente bastante normal. Hasta después se experimentan los síntomas, pero para entonces es demasiado tarde.
El pecado es un acto suicida de la voluntad. Es algo parecido a tomar un fármaco adictivo. Al principio, puede sentirse maravilloso, pero cada vez se hará mas difícil no volver a hacerlo. Este es solo un ejemplo. Cuando te deleitas con pensamientos amargos, se siente tan gratificante fantasear con la venganza. Sin embargo, poco a poco aumentará tu capacidad de sentir lástima por ti mismo, reducirá tu capacidad de confiar y disfrutar de las relaciones, y, por lo general, consumirá la felicidad de tu vida diaria. El pecado siempre endurece la conciencia, te encierra en la prisión de tus propios razonamientos y una actitud defensiva, y te carcome poco a poco desde adentro.
Todo pecado se relaciona con una poderosa tormenta. La imagen es contundente porque aun en nuestra sociedad tecnológicamente avanzada, no podemos controlar el clima. No puedes sobornar a una tormenta o confundirla con lógica y retórica: «… estarán pecando contra el Señor. Y pueden estar seguros de que no escaparán de su pecado» (Núm. 32:23).
Las tormentas que se relacionan con los pecadores
La noticia desalentadora es que el pecado siempre se relaciona con una tormenta, pero también hay noticias reconfortantes. Para Jonás la tormenta fue la consecuencia de su pecado, pero los marineros también fueron atrapados en ella. Casi siempre las tormentas de la vida vienen a nosotros no como la consecuencia de un pecado en particular, sino como la consecuencia inevitable de vivir en un mundo caído y aquejado por problemas. Se ha dicho que «… el hombre nace para sufrir, tan cierto como que las chispas vuelan» (Job 5:7), y por eso el mundo está lleno de tormentas destructivas. No obstante, como veremos, esta tormenta llevó a los marineros a la fe genuina en el Dios verdadero, aunque no fuera su culpa. El mismo Jonás inició su viaje para comprender la gracia de Dios bajo una nueva perspectiva. Cuando las tormentas vienen a nuestras vidas, ya sea como consecuencia de nuestra maldad o no, los cristianos tenemos la promesa que Dios las usará para nuestro bien (Rom. 8:28).
Cuando Dios quiso hacer de Abraham un hombre de fe, quien sería el padre de todos los fieles en la tierra, Dios lo hizo peregrinar durante años con promesas, al parecer, sin cumplir. Cuando Dios quiso cambiar a José de un adolescente arrogante y sumamente consentido a un hombre de carácter, Dios hizo que durante años lo trataran mal. José supo lo que era ser un esclavo y estar en prisión antes de poder salvar a su pueblo. Moisés se convirtió en un fugitivo y pasó 40 años en la soledad del desierto antes de poder dirigir.
La Biblia no afirma que cada dificultad es el resultado de nuestro pecado, pero sí enseña que, para los cristianos, cada dificultad puede ayudar a reducir el poder del pecado en nuestros corazones. Las tormentas pueden despertarnos a verdades que de otra manera no las veríamos. Las tormentas pueden fomentar la fe, la esperanza, el amor, la paciencia, la humildad y el dominio propio en nosotros como ninguna otra cosa. Y un sinnúmero de personas ha testificado que encontraron la fe en Cristo y la vida eterna solo porque alguna gran tormenta las condujo hacia Dios.
De nuevo, debemos ser prudentes. Los primeros capítulos de Génesis enseñan que Dios no creó al mundo y a la raza humana para sufrir, para padecer enfermedades, para que ocurrieran los desastres naturales, para envejecer y morir. El mal entró al mundo cuando le dimos la espalda a Dios. Él tiene atado Su corazón al nuestro de tal manera que cuando ve el pecado y el sufrimiento en el mundo, Su corazón se llena de dolor (Gén. 6:6) y «en todas sus angustias Él fue afligido» (Isa. 63:9). Dios no es como un jugador de ajedrez que con indiferencia nos mueve como peones sobre un tablero. Tampoco suele ser evidente hasta años después, si es que alguna vez lo es en esta vida, lo que Dios estaba logrando a través de las dificultades que sufrimos.
Un fragmento del libro El profeta pródigo (B&H Español)
Foto por Felix Mittermeier en Unsplash
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