Juan Sánchez
Aun después de la caída, la imagen de Dios en la humanidad no fue erradicada. Distorsionada sí, pero no destruida (Gén. 5: 1-3). Vemos evidencias de esto cuando experimentamos un liderazgo amable y amoroso incluso de parte de los incrédulos. Debido a la gracia común de Dios, los no cristianos también pueden tener buenos matrimonios, ser buenos jefes y cuidar amorosamente de aquellos que están bajo su supervisión.
El patrón de liderazgo establecido para el hogar también se ha de reflejar en la iglesia. Como en el hogar, hombres fieles, apartados por el Espíritu Santo, están llamados a dirigir, proteger y proveer para la iglesia (Hech. 20:28; 1 Ped. 5:1-4). Es cierto que la opinión de que solo los hombres deben ser pastores no se ve con buenos ojos en nuestra cultura actual. Vivimos en medio de movimientos de lucha a favor de los derechos de las mujeres los cuales, como la Biblia hace, declaran que hombres y mujeres son iguales. Sin embargo, a diferencia de la Biblia, tanto las feministas seculares como las evangélicas sostienen que si los hombres y las mujeres son iguales, ellas pueden hacer lo que los hombres hacen.
La Biblia, por otro lado, basa nuestra igualdad en lo que somos (el ser): la imagen de Dios. Los hombres y las mujeres son iguales ante Dios porque somos la imagen de Dios, no porque hagamos las mismas cosas. Cierto es que, probablemente, nuestra negligencia como cristianos de celebrar la igualdad entre hombres y mujeres a la imagen de Dios sea, al menos en parte, responsable de la reacción feminista de hoy en día. Sin embargo, cuando entendemos el hermoso diseño divino, celebraremos la igualdad entre hombres y mujeres como imagen de Dios, al mismo tiempo que celebramos nuestros distintos roles.
Por tanto, en la iglesia, mientras que los hombres y las mujeres son iguales en cuanto a la imagen de Dios, solo los hombres fieles que pueden enseñar deben ser reconocidos como pastores (1 Tim. 3:1-7; 2 Tim. 2:2), porque en base al diseño de Dios en Génesis, las mujeres tienen prohibido ejercer autoridad sobre los hombres o enseñarles doctrina (1 Tim. 2:9-15).
Otra vez, aunque la Biblia radica nuestra igualdad en el ser, no en la función, esto no significa que las mujeres sean de menos valor que los hombres. Hay muchas maneras en las que las mujeres pueden servir en la iglesia. Pueden, junto con los hombres, orar y profetizar cuando se reúne la asamblea (1 Cor. 11:4-16), enseñar a otras mujeres (Tito 2:3-5), servir como misioneras (Mat. 28:19-20), sin mencionar la libertad de hacer lo que se espera que haga cada cristiano: compartir el evangelio con los incrédulos, cuidar de los enfermos, enseña a los niños, orar, por nombrar tan solo algunos ministerios.
Y, por otro lado, siendo claros, no todos los hombres pueden ser ancianos en la iglesia. La iglesia, una congregación formada por hombres y mujeres, debe reconocer como pastores solo a hombres fieles, que pueden enseñar y han sido apartados por el Espíritu Santo (Hech. 20:28; Tito 1:5-9). Todos los que no son ancianos, tanto hombres como mujeres, deben someterse al liderazgo de los pastores reconocidos por la iglesia y llamados por el Espíritu Santo (Heb. 13:17).
Este patrón del liderazgo, en el que experimentamos relaciones de autoridad y sumisión, es bueno porque ha sido diseñado por Dios. Pero, no se limita al hogar y la iglesia. Debido a que es el buen diseño de Dios, todos nosotros estamos en relaciones de autoridad y sumisión. Dios establece gobiernos para dirigir, proteger y proveer a sus ciudadanos, promoviendo el bien y castigando el mal; por tanto, como ciudadanos de un gobierno terrenal, debemos someternos a las autoridades gubernamentales (Rom. 13:1-7; 1 Ped. 2:13-17). Nuestro Dios es un Dios de orden, no de caos, por lo que no nos permite vivir en la anarquía.
Tristemente, nuestra cultura confunde el fundamento de nuestra igualdad y, como resultado, rechaza el patrón del liderazgo establecido por Dios. Pero ese patrón es un reflejo de cómo, en la economía de la historia de la salvación, Dios nos ha revelado que se relaciona con él mismo. Así como Jesús es la cabeza de toda la humanidad, y el esposo es la cabeza de la esposa, así, «Dios [es] la cabeza de Cristo» (1 Cor. 11:3).
El único Dios existe en tres personas y, en la historia de la redención, Dios nos ha revelado que Él es Padre, Hijo y Espíritu Santo: el Hijo se somete al Padre (Juan 5:19,30; 8:28), y el Espíritu se somete al Padre y al Hijo (Juan 14:16; 15:26). Y, sin embargo, el Padre es plenamente Dios; el Hijo es plenamente Dios (Juan 1:1-5; 8:58); y el Espíritu es plenamente Dios (2 Cor. 3:18). Con lo cual, dentro de la Divinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu son iguales en ser, porque comparten la misma esencia divina. No obstante, cada uno cumple con un papel o una función distinta. El misterio de la Trinidad es profundo, pero la Escritura enseña que la relación de igualdad en el ser y la distinción en los roles está arraigada en la propia revelación que Dios hace de sí mismo cuando se relaciona con nosotros y con el resto del mundo.
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