Por : Josué Barrios
OCTUBRE DE 1839. Robert Cornelius, apasionado por la fotografía, se dispone a probar la daguerrotipia, un método fotográfico en el que las imágenes obtenidas eran plasmadas en placas metálicas para que pudieran ser más duraderas. Luego de instalar una cámara de caja grande con una lente hecha de un par de gafas de ópera, en el patio trasero de la tienda de lámparas y candelabros de su familia, en Filadelfia (Estados Unidos), decide tomarse una foto a sí mismo sentado frente al lente. Esperó sin moverse entre tres y quince minutos para obtener la fotografía. En la parte posterior de ella, escribió: «La primera fotografía con luz que se ha tomado. 1839».
Puedes buscar la imagen en Internet y verla por ti mismo. Robert luce con su cabello medio largo y alborotado, vestido a la usanza de la época. Sus ojos miran al lente de la cámara o muy cerca de él. Hay algo enigmático en el retrato, tal vez porque no está sonriendo sino observando con determinación y expectativa. La imagen es extraña porque uno no pensaría que en esa época ya se pudieran tomar fotografías así. Más de 180 años después, Cornelius tiene el récord Guinness por lo que se cree que es la primera selfie de la historia.
No sé qué pasó por la mente de Robert en aquel momento, pero creo entender por qué nuestra generación ama las selfies a tal punto que podríamos hablar de nosotros como la generación selfie. De hecho, la palabra selfie fue nombrada en 2013 por los Diccionarios Oxford como la «palabra del año», luego de que investigaciones hayan sugerido que su frecuencia en el inglés aumentó más de 17 000 % en el último año para esa fecha. Sin duda, desde entonces hemos visto cómo es más común que las selfies formen parte de nuestra vida, y a veces no por razones humildes.
No me malentiendas. No estoy totalmente en contra de las selfies. Pueden ser una linda forma de guardar un recuerdo de un momento especial cuando no tienes a alguien más que tome la fotografía. Pero hay algo escurridizo que puede correr en nuestro corazón cuando tomamos una selfie. Lo sé porque a veces lo percibo en mi propio corazón.
Es posible que a veces no tomemos una selfie para tener un recuerdo del momento, sino para tener un recuerdo de nosotros en el centro del momento. No tomamos la foto para capturar una imagen del paisaje, sino para bloquear la visión del paisaje con nuestra imagen… y por eso podemos amar las selfies. Fuimos hechos para la gloria de Dios, para que otros puedan verlo a Él en nosotros, pero vivimos obsesionados con que nosotros seamos vistos en el centro.
Esto no significa que las personas que no se toman selfies son menos pecadores que las que sí. Tampoco significa que toda selfie es pecaminosa. Según la Biblia, somos amados por Dios a pesar de que todos somos más egocéntricos y pecadores de lo que creemos (Rom. 3:9‐18). No necesitamos tomarnos selfies o tener una presencia en redes sociales para vivir centrados en nosotros mismos, en lo que pensamos, lo que otros piensan de nosotros y lo que creemos que saciará nuestra vida. Pero la popularidad de las selfies es una evidencia que apunta a esta tendencia en nosotros.
Las implicaciones de nuestra inclinación a buscar la gloria en otra cosa aparte de Dios son masivas para nuestro uso de las redes sociales. Y todo comenzó en un jardín.
LA ESENCIA DEL PECADO
Dios le dijo a Adán y Eva: «De todo árbol del huerto podrás comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás» (Gén. 2:16‐17). A primera vista, esta prohibición parece rara. Si Dios no quería que ellos desobedecieran, ¿por qué les da una ocasión de hacerlo al colocar en el Jardín un árbol del cual no podían comer? ¿Por qué el fruto de este árbol estaba prohibido si todos los árboles eran buenos (Gén. 1:31)? ¿Por qué Dios no ofrece una explicación más extensa para la prohibición, más allá de solo decirnos la consecuencia de transgredirla?
No tenemos una respuesta definitiva a estas preguntas que aborde todo sobre ellas, pero en la Biblia hay algunas verdades que necesitamos considerar frente a estos interrogantes. En primer lugar, Adán y Eva no tenían razón alguna para violentar el mandato de Dios. Ya tenían muchos otros árboles buenos y hermosos, y Dios ya había mostrado Su bondad al crearlos a Su imagen para que disfrutaran de Él por siempre. Todo el resto del mundo ya estaba en manos de Adán y Eva. Así que la prohibición del fruto de aquel árbol, aunque extraña para nosotros, no era una decisión egoísta porque venía de un Dios generoso.
Además, si Dios les hubiera explicado con detalle por qué ese árbol en particular estaba prohibido, tal vez ellos no lo hubieran entendido de la misma forma en que un niño de siete años no puede entender todo lo que dice su padre. Así que el mandamiento de Dios puede verse como una invitación a confiar en Él, y no solo como una prohibición a comer del árbol. Es como si Dios les dijera:
Yo les ordeno que disfruten todos los frutos de este Jardín excepto los de este único árbol, y quiero que me obedezcan porque me aman y empezaron a probar mi bondad, no porque ya entiendan absolutamente todos mis caminos (aún no los entienden). Si ustedes están tan satisfechos en Mí que pueden ser obedientes incluso cuando no entienden por completo mis mandamientos, entonces mi gloria será más exaltada que si ustedes solo me obedecieran porque entienden que así ganarían algo de Mí. Ustedes demostrarían así que me aman a Mí más que a las cosas que puedo darles.
En otras palabras, quiero que estén dispuestos a seguir Mi voz no porque están simplemente hechos o programados para hacerlo, sino porque quieren mostrarme que me aman y confían en Mí en respuesta a Mi amor por ustedes. Así me darán gloria al deleitarse en Mí más que en lo que puedan obtener de Mí. Así me glorificarán al caminar confiando en Mi Palabra en vez de pretender redefinir lo que es bueno o malo.
La tragedia de la humanidad es que preferimos la voz de una criatura antigua, una serpiente, que se rebeló contra Dios y que nos tentó a creer que Él es egoísta y mentiroso: «¿Conque Dios les ha dicho: “No comerán de ningún árbol del huerto”? […] Ciertamente no morirán. Pues Dios sabe que el día que de él coman, se les abrirán los ojos y ustedes serán como Dios, conociendo el bien y el mal» (Gén. 3:1‐5). Luego de aquel mordisco, el mundo no ha vuelto a ser el mismo.
La oferta de la serpiente —una oferta que sigue presente en nuestra época digital— era ser como Dios de una manera diferente a la que Dios quiere. Como resultado de la desobediencia, ahora conocemos el bien y el mal (Gén. 3:22) en un sentido distinto a aquel en que lo conoce Dios. Él sabe lo que es bueno y malo porque Su carácter y santidad definen lo bueno y lo malo; nosotros conocemos lo que es bueno y malo porque manchamos nuestras manos al hacer lo malo. Rechazamos al Dios que nos hizo para Su gloria.
Esto es crucial para toda nuestra fe y cada área de nuestra vida, incluyendo nuestro uso de las redes sociales. Así aprendemos que la esencia del pecado consiste en no buscar nuestro gozo en Dios y en el conocimiento diario de Él. Es vivir sin considerarlo como la realidad máxima que debe gobernar nuestra vida. Es vivir en rebelión a Su Palabra, y en cambio conducirnos primeramente por nuestras propias ideas o lo que otros digan.
El pecado es menospreciar la gloria del Señor y pretender colocar cualquier otra cosa en el centro del universo (Rom. 1:18‐25). Todo pecado en realidad es idolatría: confiar en que hallaremos en cualquier otra cosa, lugar o persona, el gozo, significado y esperanza que solo está en el Dios que nos hizo para Él. Mentimos porque creemos que eso será más seguro para nosotros que andar en la verdad. Codiciamos porque creemos que tener lo de alguien más llenaría nuestra vida. El Señor lo explicó así: «Porque dos males ha hecho mi pueblo: Me han abandonado a mí, fuente de aguas vivas, y han cavado para sí cisternas, cisternas agrietadas que no retienen el agua» (Jer. 2:13). Esta es la esencia del mal y la idolatría.
Nos resulta imposible no adorar algo porque fuimos hechos para adorar. Así que, si no vivimos para adorar a Dios, inevitablemente estamos adorando a cualquier otra cosa (con frecuencia, a nosotros mismos). Esto nos lleva a la muerte y nos hace merecedores de ella.
LA CAÍDA DEL ACANTILADO
Según un estudio global hecho en 2018, 259 personas murieron entre 2011 y 2017 al intentar tomarse una selfie en situaciones extremas. Es posible que la cifra real sea mayor. Una de las cosas más irónicas sobre las muertes por selfie es que no se reportan lo suficiente.
Un artículo de la BBC pregunta: ¿Por qué ocurre este fenómeno de las muertes por selfie? Respuesta sugerida: «Lo cierto es que cuanto mejor sea un selfie, más “me gusta” y más seguidores se pueden conseguir en redes sociales». ¿No son espectaculares las selfies tomadas al borde de acantilados asombrosos? El artículo menciona a personas conocidas por sus selfies extremas:
El ruso Kirill Oreshkin es seguido por 17 900 personas y es conocido por sus fotos posando en arriesgadas situaciones en lo alto de edificios. Usuarios de Instagram como Drewsssik también lograron un gran número de seguidores con fotos tomadas en la parte superior de estructuras altas. Su caso [el de Drewsssik] acabó en tragedia en 2015 cuando murió después de caer de un edificio. En octubre de 2016, una niña rusa de 12 años, conocida como Oksana B., falleció después de subir a un balcón para tomarse un selfie. Lograron imágenes espectaculares, pero a un muy alto precio.
¿Cuándo y cómo comenzó esta tendencia en la humanidad? La Biblia presenta la respuesta.
Génesis 3 revela que la primera muerte por selfie ocurrió en el Edén. Sí, Robert Cornelius es el autor de la primera fotografía selfie, pero Adán y Eva fueron los autores del primer momento selfie. Dios nos hizo para que nuestra vida fuera como una fotografía con Él en el centro de manera que, cuando otros nos vean, puedan verlo también a Él. Pero en cambio decidimos ser como una fotografía «espectacular» en la que nos glorificamos a nosotros mismos para luego glorificar otro millón de cosas y llenarnos de ídolos.
Sacamos a Dios del cuadro y nos colocamos en el centro de la imagen, como en una selfie, pensando que eso nos haría más felices que vivir confiando en Él. Así ocurrió nuestra caída al acantilado de la perdición. La humanidad sigue en descenso libre mientras nos gusta pensar que aquel momento de gloria selfie valió la pena. La verdad que tratamos de evadir desde entonces es incómoda. Sin Dios, nuestra vida no es una imagen tan espectacular después de todo.
Así que si alguna vez has sentido que el mundo no es lo que debería ser, y que nada parece tener lógica ni valer la pena, esta es la razón: toda la creación fue afectada por nuestro pecado. Por eso sentimos una falta de armonía en nosotros y a nuestro alrededor.
EL EFECTO DEL PECADO
Desde aquel primer momento selfie, nuestra tendencia es buscar la gloria de lo creado en vez de la gloria del Creador. Esto permea todo lo que hacemos, incluso nuestras horas de conexión digital (Rom. 3:10‐18). «Cada tecnología es una expresión de la voluntad humana. A través de nuestras herramientas, buscamos expandir nuestro poder y control sobre nuestras circunstancias: sobre la naturaleza, el tiempo y la distancia, unos sobre otros». Y no es malo en sí mismo desarrollar tecnologías, pues cultivar el Jardín y llenar la tierra de la gloria de Dios implica eso, pero luego de la caída nuestra voluntad se volvió esclava del pecado (Juan 8:34). Esto influye en cómo usamos las apps en nuestros teléfonos, nuestras computadoras y nuestros televisores.
Esto explica por qué nuestras publicaciones en redes sociales a menudo se tratan más sobre nosotros o sobre cualquier otra cosa que sobre Dios, y por qué solemos conducirnos según nuestra sabiduría en el uso de la tecnología en vez de ser más intencionales en procurar la sabiduría de Dios revelada en Su Palabra. En Internet perseguimos un montón de ídolos creyendo que eso nos hará felices, tales como la moda, lo viral, la aprobación de los demás. Al mismo tiempo, sentimos que nuestro poder aumenta y somos un poco más como Dios. Desde la pantalla de nuestro teléfono podemos ver imágenes al instante sobre la vida de otras personas, y hacer que nuestra voz llegue a cientos de kilómetros de distancia, como si fuéramos más como el Señor, quien lo conoce todo y es capaz de llevar Su voz a todas partes.
Por otro lado, el pecado afecta negativamente las actividades únicas de la humanidad, y nos inclina a las redes sociales para buscar algún consuelo. Por ejemplo, nuestro trabajo no es lo mismo de este lado de la caída, y por eso a veces sentimos que no tiene propósito (Gén. 3:17‐19; Ecl. 1:3). Entonces nos resulta más agradable y razonable distraernos en Internet. La falta de sentido nos inclina a la procrastinación y a buscar la distracción. Sin embargo, en la web nos vemos tarde o temprano comparándonos con otros y no obtenemos verdadero descanso, en especial cuando notamos que nuestro valor allí ante los demás va ligado a nuestros logros o lo que otros piensan de nosotros.
Al mismo tiempo, cada conversación que tenemos con alguien es una conversación que involucra a pecadores, donde tarde o temprano mi pecado o el del otro será evidente —nuestro orgullo, temor, impaciencia, egoísmo, vanidad, hipocresía, envidia, falta de sabiduría—, lo cual no es agradable. Esto contribuye a que prefiramos sumergirnos en las redes sociales en vez de hablar con la persona que tenemos en frente en una mesa, intercambiando ideas y pensamientos, siendo retados y dispuestos a ser vulnerables. También nos ayuda a preferir la conversación mediada (online) en vez de la conversación cara a cara, ya que podemos editar mejor nuestras palabras o aspecto allí, y otros también pueden hacerlo.
Y mientras el pecado es lo que lleva a muchas personas a las redes sociales, también puede ser la razón por la que muchos pueden huir de ellas, no por simple indiferencia a ellas sino por temor a ser expuestos, sentirse inferiores a los demás (no queremos que otros vean que nuestra vida no es espectacular), o preferir adorar a sus ídolos de maneras más análogas. (De nuevo, no necesitamos estar en redes sociales para ser pecadores). Recuerdo cuando por un tiempo dejé de interactuar con amigos en redes sociales en parte (lo entendí después) para que otros me percibieran como muy ocupado y así buscar tener algo de gloria para mí de esa manera, por mi idolatría a la aprobación de los demás.
En mis conversaciones con muchas personas a lo largo de los años sobre este tema, he aprendido que algunas personas aman lucir bien en redes sociales por temor al hombre mientras otras no quieren estar en redes sociales y ser juzgadas allí por la misma razón. También conozco a creyentes que se sienten automáticamente más espirituales y virtuosos por no estar en Facebook, lo cual es un serio problema según la Biblia. Estos son solo algunos ejemplos de cómo el pecado no solo impulsa nuestro uso de las redes sociales sino también nuestro desuso de ellas.
Nuestra inventiva para pecar parece no tener fin. Las ramificaciones del pecado en nosotros son innumerables. Sin embargo, en el resto de este capítulo quisiera enfocarme en cómo el pecado está detrás de nuestra sed de aprobación social y nuestra sed de distracción. Estas son dos realidades particulares de nuestro corazón que, como exploramos en la primera parte del libro, las redes sociales aprovechan para captar nuestra atención.
LA REALIDAD DE NUESTRA SED DE APROBACIÓN
Dios diseñó la forma en que funcionamos, con dopamina incluida. Esto significa que la alegría que podemos sentir al ser aprobados por otros no es algo malo en sí mismo ni en todos los casos. A fin de cuentas, el creyente fiel desea escuchar en el último día las palabras «Bien, siervo bueno y fiel» saliendo de los labios de Jesús (Mat. 26:21). Como explicó C. S. Lewis:
El placer ante el elogio no es orgullo. El niño al que se felicita por haberse aprendido bien su lección, la mujer cuya belleza es alabada por su amante, el alma redimida a la que Cristo dice “Bien hecho”, se sienten complacidos, y así debería ser. Porque aquí el placer reside no en lo que somos, sino en el hecho de que hemos complacido a alguien a quien queríamos (y con razón) complacer. El problema empieza cuando se pasa de pensar “Le he complacido: todo está bien”, a pensar: “Qué estupenda persona debo ser para haberlo hecho”. Cuanto más nos deleitamos en nosotros mismos y menos en el elogio, peores nos hacemos.
Así que no es pecado en sí mismo sentir alegría cuando otros te aprueban. Se convierte en pecado cuando te sientes satisfecho en ti mismo por la aprobación de otros o te crees superior a ellos. De hecho, como añade Lewis: «El orgullo auténticamente negro y diabólico viene cuando desprecias tanto a los demás que no te importa lo que piensen de ti».
Lamentablemente, nosotros hemos aprovechado lo que sabemos acerca de la dopamina para ganancia propia mientras manipulamos a otros. Es lo que hacen las redes sociales. Y nuestro pecado también nos lleva a vivir de manera egocéntrica. Tiene sentido pensar que luego de la caída queramos la aprobación de otros, para sentir que nuestra selfie sin Dios es una imagen espectacular y así validar nuestra existencia. Más aún, cuando experimentamos placer al ser aprobados por otras personas, es fácil idolatrar esa sensación de placer y a las personas que la proveen. Empezamos a desear la aprobación de otros como si eso fuera a llenar nuestra vida. O como otros han dicho, empezamos a necesitar a las personas, para suplir este anhelo que sentimos, en lugar de amarlas.
Todos queremos ser juzgados y hallados aprobados. Queremos que nuestra supervivencia de alguna forma esté justificada por alguien más, y sentir la seguridad de que vale la pena que vivamos en este mundo. Desde la caída, nuestra tendencia es buscar esa seguridad en la alabanza de otras personas y no en el Dios que nos hizo para Él. Y las redes sociales explotan para sus beneficios este desorden en nosotros.
LA REALIDAD DE NUESTRA SED DE DISTRACCIÓN
Al mismo tiempo, en nosotros hay una sed profunda de distracción que nos lleva a buscar el ruido y acudir fácilmente a nuestro teléfono en momentos de aburrimiento. Nuestra caída nos ayuda a entender a qué se debe esta realidad, y de qué queremos distraernos.
Muchos pensadores cristianos han encontrado útiles las reflexiones al respecto del filósofo Blaise Pascal, escritas hace casi 400 años, y me han ayudado a mí también. Para Pascal, nuestra infelicidad está asociada a nuestra renuencia a estar a solas y callados con nuestros pensamientos. Por eso buscamos distracción:
La distracción es la única cosa que nos consuela por nuestras miserias. Sin embargo, es la mayor de nuestras miserias. Por encima de todo, es lo que nos impide pensar en nosotros y así nos conduce imperceptiblemente a la destrucción. Pero para esto deberíamos estar aburridos, y el aburrimiento nos llevaría a buscar algunos medios más confiables de escape, pero la distracción pasa nuestro tiempo y nos trae imperceptiblemente a nuestra muerte.
Hablando de los jóvenes (aunque sus palabras se aplican a todos nosotros), Pascal también escribió: «Quíteles su diversión y usted los encontrará aburridos al extremo. Entonces ellos sienten su vacío sin reconocerlo racionalmente. Ya que nada puede ser más miserable que estar insoportablemente deprimido tan pronto como uno es reducido a la introspección sin medios de distracción». ¿Qué quiso decir Pascal con todo esto?
Él entendía que la razón por la que sentimos la necesidad de distracción es porque no podemos soportar sentir la desgracia de vivir sin Dios. Esto ayuda a explicar por qué a veces entramos en estado de pánico cuando notamos que olvidamos nuestro teléfono en casa o no tenemos wifi ni señal mientras esperamos en un lugar a solas. En palabras de otro autor que explica a Pascal:
Creemos que queremos paz y silencio, libertad y ocio, pero en el fondo sabemos que esto sería insoportable para nosotros […] Queremos complicar nuestras vidas. No tenemos que hacerlo, queremos hacerlo. Queremos ser acosados, molestados y ocupados. Inconscientemente, queremos lo mismo de lo que nos quejamos. Porque si tuviéramos tiempo libre, nos miraríamos a nosotros mismos y escucharíamos nuestros corazones y veríamos el gran agujero abierto en nuestros corazones y estaríamos aterrorizados, porque ese agujero es tan grande que solo Dios puede llenarlo.
Tal vez no estés de acuerdo con esto. Casi nadie dice para sí mismo: «Voy a distraerme para no pensar en Dios». No. Por lo general, nos distraemos para no pensar en nuestros problemas inmediatos. Pero resulta que, estemos conscientes de eso o no, la justicia de Dios es el mayor de nuestros problemas porque somos pecadores. Así que, según la Biblia, en lo más recóndito de nuestros pensamientos queremos ignorar que nuestra vida selfie, sin Dios, es horrible y miserable. Jesús enseñó que «todo el que hace lo malo odia la luz, y no viene a la luz para que sus acciones no sean expuestas» (Juan 3:19). Es decir, todo el que ha buscado saciar su vida con otras fuentes aparte de Dios, despreciándolo a Él, no quiere verse expuesto. No queremos ser confrontados con nuestro pecado, nuestra finitud, y nuestras debilidades. Romanos 3:10‐13 enseña que el hombre separado de Dios no busca en realidad a Dios. Y esto, junto al hecho de ser hechos a imagen de un Dios social, es determinante en el auge de las redes sociales.
Sin embargo, por más que lo intentemos, es imposible ignorar completamente nuestro vacío y a Dios porque toda la creación testifica de Él a gritos (Rom. 1:18‐20; 2:14‐16; Sal. 19:1). Por tanto, ninguna distracción termina por ser suficiente. Entonces queremos más y más entretenimiento, lo cual nos roba alegría porque no somos llamados a vivir una vida distraída.
Somos llamados a deleitarnos en la creación de Dios y en las cosas buenas que creamos, mientras seguimos nuestras vocaciones y cultivamos este mundo. Todo en gratitud a Dios y gozándonos primero en Él, teniendo también tiempos de descanso para disfrutar de Su gracia. Pero las tecnologías de distracción nos dificultan esto. Cuando nos distraemos con lo último en redes sociales terminamos gozándonos menos en los paisajes hermosos que visitamos, las conversaciones entre familia y la buena música. No disfrutamos de profundizar en nuestra relación con Dios por medio de la lectura de la Biblia y la oración. Sentimos menos insatisfacción por nuestra negligencia al trabajar, por desperdiciar tiempo en Internet y rechazar así vivir conforme a nuestro diseño. ¿Y cómo descansar realmente y experimentar paz si sentimos que necesitamos más distracción para vivir con plenitud? Esto es esclavizante. De ahí que nuestro corazón viva inquieto sin hallar el descanso apropiado.
En conclusión, nos gusta el ruido porque nos ayuda a ignorar nuestra condición de miseria espiritual y separación de Dios. Esto contribuye de manera especial a nuestra ansiedad por consumir cosas y distraernos con lo último que nos presente la tecnología. El silencio y el aburrimiento son cosas que percibimos como demasiado arriesgadas, al igual que el deleite profundo que debería movernos a la adoración y gratitud a Dios, debido a nuestro pecado. Ver historias en Instagram es más cómodo, seguro y fácil. Así que se requiere mucha valentía para salir de las arenas movedizas de las distracciones, el consumismo y las fantasías modernas que nos envuelven hoy por medio de tecnologías como las redes sociales.
NUESTRA ÚNICA ESPERANZA
La gran pregunta para hacernos frente a esto es: ¿existe alguna forma en que podamos ser libres de nuestra sed de distracción? En otras palabras, ¿hay alguna forma en que podamos tener la valentía necesaria para dejar de tener miedo de reconocer nuestra miseria y la realidad de Dios? Sí hay una forma. Y se trata de la mejor noticia en el universo. Es la misma noticia gloriosa que nos salva del acantilado y además nos libra de vivir para la aprobación de los demás.
Por ahora, la conclusión bíblica es que nuestro crimen es tan grande que no merecemos el amor de Dios. Las consecuencias de rechazar el gozo infinito de nuestro Dios son infinitamente dolorosas. Pero Él nos ama. Ama la versión verdadera de nosotros, no la que publicamos en Internet. Desde la eternidad, Él ideó un plan para redimirnos sabiendo que le daríamos la espalda a la luz de Su gloria para adorar nuestra propia sombra, y que nuestra creatividad para esto sería tan grande que incluso impulsaríamos desarrollos tecnológicos para nuestra idolatría.
En aquel Jardín del Edén, Dios prometió que algún día nacería un Salvador para nosotros que aplastaría a la serpiente (Gén. 3:15). Toda la historia de la Biblia es el relato de cómo ese plan es ejecutado mientras Dios nos muestra más de Su gloria. Este plan culmina en la obra gloriosa de Su Hijo Jesucristo (Luc. 24:25‐27). Él es el protagonista de la Biblia. De esto se trata el evangelio, de que el Creador irrumpió en la historia de la humanidad. Entró al tiempo y el espacio por amor a nosotros y para reconciliarnos con Él. Dios hizo esto en la persona de Su Hijo, quien tomó sobre Sí nuestra naturaleza humana. Se hizo un hombre de carne y hueso sin pecado, y vivió la vida que no pudimos ni podríamos vivir (Rom. 8:3; 5:19).
Solo en Él podemos conocer y deleitarnos en la gloria de Dios de una manera totalmente única, como nunca antes: «El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos Su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Juan 1:14). El Hijo reflejó perfectamente a Su Padre: «El que Me ha visto a Mí, ha visto al Padre» (Juan 14:9). «Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación» (Col. 1:15). Dios había hablado antes a la humanidad en la historia de Israel y Sus palabras a ellos, pero ahora «en estos últimos días nos ha hablado por Su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, por medio de quien hizo también el universo. Él es el resplandor de Su gloria y la expresión exacta de Su naturaleza, y sostiene todas las cosas por la palabra de Su poder» (Heb. 2:3).
Si hay esperanza para nosotros, si alguien puede salvarnos de nuestra caída libre a la desintegración y muerte eterna que produce el pecado, aquí está. Aquel que es el resplandor de la gloria de Dios es Aquel que puede llevarnos a reflejarla también y vivir con gozo en Dios en medio de nuestra generación distraída. Solo por medio de Él tenemos acceso a un deleite que lo cambia todo, incluso la forma en que usamos las redes sociales, de manera que también allí podamos ser buenas fotografías del carácter amoroso, paciente, justo e íntegro de nuestro Creador.
De hecho, el apóstol Pablo nos explica el crecimiento espiritual así: «Todos nosotros, con el rostro descubierto, contemplando como en un espejo la gloria del Señor, estamos siendo transformados en la misma imagen de gloria en gloria, como por el Señor, el Espíritu» (2 Cor. 3:18). La gloria de Cristo es una gloria que hoy no se percibe con nuestra vista humana, sino espiritualmente. ¿Y dónde podemos verla? En el evangelio por medio del cual somos renovados en nuestro interior para que podamos glorificar a Dios en nuestra vida (2 Cor. 4:3‐6; 5:17).
Así que los cristianos somos como rollos fotográficos que resultan transformados por la impresión de la luz. Así como en estos rollos se imprime una imagen cuando son expuestos a la luz, o como la imagen de Robert Cornelius fue plasmada en una placa metálica, la imagen de Cristo es impresa en nosotros cuando contemplamos Su gloria. Así nos convertimos en fotografías de Jesús, por decirlo de alguna manera. Su gloria nos transforma para que seamos buenos retuits de Él.
Por lo tanto, necesitamos darle nuestra atención al Hijo de Dios y no a los ídolos de nuestra cultura, disponibles en el mercado de idolatría que pueden ser las redes sociales. Necesitamos escucharlo en vez de prestar nuestros oídos a la serpiente. Necesitamos que Él detenga nuestro descenso en el acantilado. Necesitamos atesorar a Cristo para profundizar más en Su evangelio y la gracia que nos ofrece. Necesitamos tener nuestros ojos fijos en Cristo. Aunque las redes sociales de este mundo tengan otro plan para nuestra atención.
Josué Barrios sirve como Coordinador Editorial en Coalición por el Evangelio. Ha contribuido en varios libros y es el autor de Espiritual y conectado: Cómo usar y entender las redes sociales con sabiduría bíblica. Es periodista y cursa una maestría de estudios teológicos en el Southern Baptist Theological Seminary. Vive con su esposa Arianny y su hijo Josías en Córdoba, Argentina, y sirve en la Iglesia Bíblica Bautista Crecer, donde realiza una pasantía ministerial. Puedes leerlo en josuebarrios.com y seguirlo en Instagram, Twitter y Facebook.
Extraído del libro Espiritual y conectado.
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