Por Samuel E. Masters
Antes de definir la espiritualidad bíblica, nos conviene definir la espiritualidad en general. Existe una gran variedad de definiciones, pero la de Alistair McGrath nos parece útil: «La espiritualidad concierne la búsqueda de una vida religiosa plena y auténtica, involucrando la coordinación de las ideas distintivas de una religión y la experiencia completa de vivir con base y dentro del marco de esa religión».
Esta definición considera el modelo normativo ofrecido por algunas de las religiones principales del mundo como el budismo, el islam o el cristianismo. Por supuesto, cada individuo maneja una combinación de ideas que no siempre caben dentro de un esquema cerrado. Nuestras creencias individuales no siempre siguen un patrón preestablecido y pueden incluir ideas diversas incluyendo algunas que parecen contradictorias. Lo que quiero decir es que detrás de la espiritualidad de cada individuo hay un conjunto de ideas que conforman la cosmovisión de cada persona.
¿Qué es la cosmovisión? Albert Wolters nos brinda una definición útil: «Es un marco exhaustivo de creencias básicas personales sobre la naturaleza de todas las cosas».4 Incluye nuestras ideas interrelacionadas sobre el mundo, sus orígenes, la ciencia, el arte, el amor, los seres humanos, la religión, Dios, nosotros mismos, etc. En resumen, nuestras ideas sobre todas las cosas.
Nuestra espiritualidad es una de las dimensiones de nuestra cosmovisión y es la más importante por varias razones. Primero, porque se retroalimenta constantemente con nuestra cosmovisión general. Tiñe con su color todas las demás ideas y viceversa. Segundo, porque nuestra espiritualidad sirve como puente entre nuestras creencias y nuestras acciones.
Esta segunda razón nos lleva a una segunda definición de la espiritualidad ofrecida por McGrath: «La espiritualidad es el desarrollo en la vida real de la fe religiosa de una persona; es lo que la persona hace con lo que cree». Al final, todos somos teólogos. Todos tenemos ideas sobre la naturaleza de Dios, el mundo, y nuestro lugar en él. Estas ideas afectan nuestra forma de vivir en este mundo. Ahora surge la pregunta: ¿entre tantas religiones y expresiones espirituales, cual debemos elegir? Al final, ¿es solo una cuestión de gustos individuales?
La confusión de espiritualidades
Cuando empezamos a explorar las religiones del mundo y las diversas espiritualidades asociadas, la complejidad nos puede marear. Como sucede en la jungla, las especies se multiplican, se ramifican, se dividen y se cruzan en una infinidad de formas que dificultan cualquier intento por imponer un orden sistemático.
Entre las religiones principales encontramos el judaísmo, el islam, el cristianismo, el budismo y el hinduismo. Existen importantes variaciones aun dentro de estas religiones. El hinduismo, por ejemplo, consiste en una gran variedad de prácticas y cultos como el vaisnavismo, shivaísmo, shaktismo y smartismo. Pasa algo parecido en las otras religiones principales. Podríamos agregar también las espiritualidades como la cábala, el sintoísmo, la neovedanta, el transcendentalismo, el unitarismo, la teosofía, el animismo y el chamanismo. Hay más. Muchas más.
La nueva espiritualidad individualizada de Occidente
La tendencia histórica de nuestra raza de satisfacer sus inquietudes espirituales construyendo sistemas de esfuerzo propio ha tomado matices muy particulares en la cultura de Occidente en nuestros días. ¿De dónde surge en realidad el credo de «soy espiritual, pero no religioso»? Aunque la nueva espiritualidad en Occidente contiene muchos elementos prestados de Oriente, para entender sus raíces tenemos que entender nuestra propia cultura. Las espiritualidades orientales sufren varias modificaciones al ser importadas a Occidente. Desconectadas de su contexto histórico y social original, se vuelven otro producto de nuestra sociedad consumista. Se modifican sus requerimientos, minimizando el verdadero sacrificio y se potencia la injerencia del individuo. Son la dupla perfecta de la cosmovisión posmoderna.
Desde la época del Renacimiento se han producido cambios importantes en la cosmovisión de Occidente. Uno de estos cambios es la inversión de la relación entre el individuo y la sociedad. Las personas encontraban su identidad en su contexto cultural, religioso y familiar durante la Edad Media. Pero desde la época de los pensadores de la Ilustración como Rousseau, la identidad se ha entendido cada vez más como algo que debe ser generado desde el interior de la persona y no impuesta desde afuera.
El concepto del valor del individuo encuentra sus raíces en el judeocristianismo. La Biblia enseña que los seres humanos fuimos creados según la imagen de Dios (Gén. 2). Por ende, cada ser humano tiene un valor intrínseco que supera cuestiones de clase social, sexo, raza, inteligencia, belleza, fuerza, o cualquier otra característica que nos puede diferenciar bajo la óptica de los demás. De aquí nacen los grandes movimientos por los derechos civiles que tomaron auge en ambientes evangélicos en el siglo xviii y que llevaron a la prohibición de la trata de esclavos. Sin embargo, en la oscilación del péndulo entre la sociedad y el individuo —y entre el individuo y Dios— se ha perdido el equilibrio expresado en la narrativa bíblica.
El individuo soberano
Para explicar ciertos rasgos de la posmodernidad, el filósofo canadiense Charles Taylor plantea la existencia del individuo expresivo.
Taylor emplea dos palabras griegas: poiesis y mimesis. La primera palabra, poiesis, significa algo hecho, producido, o creado. Mimesis se refiere a lo que se imita o se copia. Carl Trueman, un renombrado teólogo e historiador inglés, comenta: «La visión mimética considera que el mundo tiene un orden dado y un significado preestablecido que los seres humanos deben descubrir para conformarse a él. Poeisis, por contraste, considera el mundo como materia cruda de la cual el valor y el propósito pueden ser creados por el individuo».7
El individuo expresivo construye su propia cosmovisión, sus valores y propósito, siguiendo como regla principal su propia condición subjetiva interna. De ahí el valor supremo de la autoexpresión. Lo que siente es determinante de la realidad y se autorrealiza al expresar esa realidad interna de forma externa. A la vez, rechaza cualquier imposición de valores externos o ajenos. Por ende, hasta el género se define acorde a los sentimientos y no al ADN.
Como hemos visto, existe una relación estrecha entre nuestra cosmovisión y nuestra espiritualidad. No es de extrañar, por lo tanto, que la espiritualidad del individuo expresivo sea heterogénea, incluso contradictoria. El individuo arma su propia espiritualidad según sus propias percepciones de su necesidad. Si la espiritualidad del individuo parece quimérica, como el monstruo de las fábulas griegas, armado de las partes de diversas criaturas, es completamente coherente con el dogma central de la soberanía absoluta del individuo.
Navegar el vacío espiritual
Esta forma de entender el lugar del ser humano en el mundo parece ofrecer una libertad digna de celebración. Sin embargo, Charles Taylor reconoce que «se produce una sensación de pérdida, si no de Dios, por lo menos de significado». Según Taylor, esta mentalidad, «tiene su lado oscuro porque el individualismo se centra en el individuo, y esto aplana y limita nuestras vidas, privándolas de sentido y disminuyendo nuestra preocupación por otros y la sociedad». Es decir, se trata de la cosmovisión de la selfi. Es agradable sentirme el centro de mi universo, pero al final es un circuito cerrado. Como Narciso, no veo nada más que mi propio reflejo.
La visión posmoderna ha obnubilado la belleza misteriosa de la vida. John Lennon cantó «Imagine there is no heaven» («Imagina que no hay paraíso»):
Imagina que no hay paraíso.
Es fácil si lo intentas.
No hay infierno debajo de nosotros, Arriba nuestro, solo cielo.
Imagina a toda la gente
Viviendo el presente.
Lennon tiene razón. Podemos imaginar un mundo sin Dios. Pero el precio es muy alto. Un mundo sin pautas divinas implica un mundo sin culpa y castigo. Pero en lo profundo, mi corazón todavía me dice que soy culpable y no hay quien me perdone si no hay Dios.
Tengo la teoría de que la gran popularidad de las obras de J. R. Tolkien en nuestra época responde a esta sensación de que nuestras vidas, aunque supuestamente más libres, han perdido profundidad de significado. Tolkien y su amigo C. S. Lewis escribieron obras de fantasía y ciencia ficción permeadas de una visión cristiana del universo y el lugar que le corresponde al ser humano. En sus obras existen altos picos nevados y profundos abismos sumidos en oscuridad. La belleza es tangible, deseable y digna de ser amada, anhelada y buscada. La vida tiene valor y la muerte es terrible porque apaga la belleza radiante del amor. El bien y el mal existen, y no son mera- mente construcciones sociales que pueden o no tener utilidad. No todo tiene explicación y hay misterios que solo Dios abarca. Uno de los misterios más grandes es que Dios usa a los hombres y las mujeres para lograr Sus propósitos inescrutables.
Al individuo expresivo de Charles Taylor le podemos dar un nombre con connotaciones teológicas: individuo soberano. Es capitán de su propia vida. Sin embargo, con tanta libertad hay poca satisfacción. Irónicamente, encontramos que son pobres y limitados los materiales que excavamos de nuestras almas para construir pirámides o zigurats. Por esto, en un mundo de miles de millones de individuos libres de crear sus propias identidades, hay tan pocas opciones y las que hay se vuelven insípidas. Es como navegar por la televisión a través de centenares de opciones de programas y películas sin que nada capte tu interés.
Ser creador y artífice de la vida propia produce mucho estrés y poca satisfacción. Entonces, como individuos soberanos estamos con- vencidos de que existe la opción de crear una espiritualidad propia hecha a medida. Una espiritualidad que nos puede calmar los nervios, bajar el estrés y orientarnos en este mundo ya desprovisto de señalamientos que nos guíen. De la religión de nuestra familia conservamos algo, pero eliminamos aquello que simplemente no nos gusta, nos hace sentir culpa o nos exija demasiado compromiso. Sumamos algún libro de autoayuda que nos convence de nuestro gran potencial como ser humano si tan solo entendemos que somos seres divinos y creadores de nuestro propio destino. Agregamos a esa mezcla un poco de conciencia social para sentirnos buenas personas. Sazonamos todo con elementos exóticos del oriente o de religiones originarias del nuevo mundo y de nuestra imaginación emerge una espiritualidad individualizada. Lamentablemente, si somos sinceros, tiene sabor a muy poco.
Vale la pena preguntarnos, como individuos soberanos, si en lugar de estar escuchando con atención y esmero la voz de nuestro propio corazón, en realidad podríamos estar escuchando otra voz que ya encontramos en la narrativa de la creación en el libro de Génesis: «Pero la serpiente le dijo a la mujer: “¡No es cierto, no van a morir! Dios sabe muy bien que, cuando coman de ese árbol, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal”» (Gén. 3:4-5).
Obtenido del libro “En espíritu y en verdad”
Samuel Masters Es el pastor fundador de la Iglesia Bíblica Bautista Crecer (En Córdoba, Argentina), presidente de The Crecer Foundation (EE. UU.), y rector del Seminario Bíblico William Carey. Obtuvo su Masters of Arts In Religion en Reformed Theological Seminary y tiene un doctorado en Biblical Spirituality del Southern Baptist Theological Seminary. Está casado con Carita y tienen tres hijos. Vive desde hace 33 años en Argentina.
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