Por : Alejandro Urrea
«Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva la firmeza de mi espíritu»
Era una cena normal. Ella quería algo especial así que puso el mantel blanco de la abuelita. Él se sentó viendo el celular, mientras ella le servía la copa con un vino tan tinto como la sangre. Ella hablaba, él asentía nada más. El brazo del esposo botó la copa de vino y lo blanco del mantel se tornó rojo carmesí. Ella le gritó, lamentándose por el mantel. Él defendiéndose, pidió perdón, pero repetía que ella le había servido el vino sin decirle. Ella acusándolo por no poner atención, le lanzó una granada que decía: «Tú solo miras el celular». Él se hizo a un lado y atacó con un: «Para problemas mejor me quedo en el trabajo». Ella balbuceó una letanía eterna que incluía historial de hace diez años de relación y cuatro verdades como espada de dos filos hirientes a cualquier corazón. El vino se agrió, y cada uno se fue
a un cuarto diferente.
Es interesante cómo nuestro corazón aparenta estar arrepentido, pero se justifica. En lugar de, en amor por la otra persona, entender lo que acabamos de hacer y la dimensión de lo que sucedió, nos defendemos. Esto no es un arrepentimiento, sino un remordimiento; el primero actúa en amor y el otro por egoísmo. Vemos un ejemplo claro en Adán y Eva. Sin arrepentimiento al descubrirse su pecado, ellos le echan la culpa al Creador. «Yo no tengo la culpa, la mujer que tú me diste fue la que me dio a comer». «Yo no fui, la serpiente (que tú hiciste, por cierto) fue la que me tentó». Y antes de que empecemos a pensar que si ellos hubieran actuado de forma distinta las cosas serían muy diferentes, veamos nuestro propio corazón. Mi corazón de piedra tiraría al mismo Cepillín a los leones si eso me brindara una excusa
para mis actos y una oportunidad de salir sin culpa.
El problema es que nos creemos infalibles y no hemos entendido que somos pecadores. La ley ha revelado nuestro pecado. Y es allí donde entra el evangelio, la buena noticia de salvación. Si lo entendiéramos no nos justificaríamos tanto, sino aceptaríamos la culpa y pediríamos perdón, no para aminorar la sentencia, sino por amor.
Este salmo fue escrito por David después de hablar con Natán por el caso de Betsabé. David había cometido actos no dignos de un rey conforme al corazón de Dios. Ha trasgredido la ley. Ha roto un listado de mandamientos. El profeta lo confrontó y David no se justificó. No hizo un drama para salvar su imagen. Cuántos hubiéramos culpado a Betsabé, al esposo, a Dios, al mismo Natán con tal de salvar
nuestra reputación. Sin embargo, David no hizo nada de eso. La respuesta inmediata de David se refleja en el salmo. El verso 4 es la primera acción de un corazón arrepentido: «Contra ti he pecado, solo contra ti, y he hecho lo que es malo ante tus ojos; por eso, tu sentencia es justa, y tu juicio, irreprochable».
Ahora que conocemos esto, podemos saborear y apreciar lo que sigue en el versículo 10. David suplica por un corazón limpio. El arrepentimiento genuino nos centra en Dios, contra quien pecamos y también el único que restaura. Solo Dios tiene la medida de lo que es un corazón limpio y recto. La plegaria de David no es para restaurar su reino o su imagen. Lo que pide es lo que deberíamos pedir más allá
de lo material: que Su presencia esté con nosotros. Que Su presencia no se vaya, pues es todo lo que tenemos.
El salmo continúa con lo que anhelamos luego de la caída. «Devuélveme la alegría de tu salvación» (v. 12). ¡No se trata de mí! ¡No se trata de lo que yo puedo hacer o de quién soy! Lo que necesito para continuar es regresar a la cruz, a Cristo, al evangelio. Tengo vida solo porque Cristo murió en esa cruz. Nada tengo fuera de ella. ¡Sostenme pues yo no puedo solo! Si somos conscientes de nuestro pecado y su obra, deberíamos repetir como súplica las palabras del Padre Nuestro: «No nos dejes caer en tentación».
El arrepentimiento solo viene de Dios y Él es el que restaura. Viene porque en esa cruz me salvó e hizo posible que un pecador sea redimido, limpiado y restaurado. Ahora puedo ver Su cruz cada vez más grande, cada vez más necesaria y cada vez más amada. Todo lo que tengo viene de Él, y lo amo porque Él me amó primero.
Extraído del libro Un año en los Salmos.
Leave a Reply