Por : Robert Wolgemuth
En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto. —Juan 12:24
HASTA DONDE PUEDO RECORDAR, la velocidad siempre me fascinó.
En la entrada al frente de la casa de mis padres, casi siempre en el Día de los Caídos, lavaba y enceraba el auto de la familia (y cuando tuve suficientes moneditas en el banco, mi propio auto) mientras escuchaba «Greatest Spectacle in Racing» [El mayor espectáculo de carreras] por la radio. Por alguna razón, después de haber sido televisado en blanco y negro en 1949 y 1950, las 500 Millas de Indianápolis se transmitieron exclusivamente en vivo por radio hasta 1986, cuando volvieron a salir por televisión a color, estimuladas por los anuncios.
Aunque en realidad, para mí, escuchar la carrera era casi tan maravilloso como mirarla. Mientras limpiaba cada centímetro del auto al rayo del sol, con el sonido agudo de los autos que pasaban a una velocidad vertiginosa en mi pequeño transistor, me quedó un recuerdo grabado en la memoria: A. J. Foyt, Rodger Ward, Graham Hill y muchos otros que jamás serán olvidados.
Cuando tenía trece años, y para alimentar esta obsesión con la velocidad, recibí un regalo de Navidad en 1961 que nunca olvidaré. Era un auto de carreras Indy en miniatura, motorizado por un pequeño motor a gas.
Como este pequeñín, de no más de 30 centímetros (12 pulgadas) de largo, podía alcanzar una velocidad de 160 kph (100 mph),1 la única manera de jugar con él en medio del invierno helado de Chicago era dentro del garaje familiar, por medio de una correa que le permitía ir en círculos. Aseguré un bloque de cemento de 30 centímetros (12 pulgadas) con una estaca en el centro y lo rematé con un gran clavo en la parte de arriba, para lograr el ancla perfecta. Con un poco de línea de pesca extra fuerte, terminé el invento.
Todavía puedo escuchar el chirrido que hacía mi autito cual soprano mientras zumbaba en pequeños círculos alrededor del perímetro del garaje. El olor agrio del humo azul llenaba el aire. Mi corazón late con fuerza cuando lo recuerdo. Me encanta la velocidad.
Después, estaba la velocidad en bicicleta. Dos de las casas donde crecí estaban ubicadas en calles en declive. Me encantaba subirme a mi bicicleta y andar lo más rápido que podía, inclinándome demasiado sobre mi rueda delantera para evitar que el viento me frenara. Sentir el viento en el cabello era vigorizante. ¿Puedes imaginarlo? Tal vez tú también lo hacías.
Recién en la escuela secundaria, intenté crear velocidad con mis piernas. Sin bicicleta. Pero enseguida tuve que aceptar que no tenía el material genético para ser una persona veloz.
Yo era el chico de la distancia.
Todos los días después de la escuela, practicábamos con mis compañeros de equipo y corríamos por los vecindarios aledaños. Me gustaba. Y era bueno en eso. Es más, por unas breves semanas (literalmente), sostuve el récord escolar extraoficial de la media milla: los 804 metros en la escuela Edison Junior High en Wheaton, Illinois. Después de cuidar muy bien esta distinción durante un tiempo muy breve, se la entregué a mi compañero Gary Grauzas y nunca volví a ganarla.
Al poco tiempo, mis días de competición se habían terminado, y empecé a correr principalmente para hacer ejercicio. Después, mi fascinación con las carreras de distancia se volvió a una condición más bien de observador. En especial en mi último año en la universidad.
Antes de ese año, había estado probando los límites de mi carácter y mi conducta personal. Supongo que la enseñanza y la reprensión de mis padres se encontraban en algún punto entre la siembra y la cosecha, por así decirlo. Debido a eso, solía quedarme afuera hasta tarde. Y cuando digo tarde, me refiero a tarde. Más bien hasta temprano por la mañana. Y a veces, al regresar al campus, veía a un muchacho que corría por los caminos campestres que rodeaban nuestra escuela en la parte norte del centro de Indiana. Apenas si se vislumbraba la luz matutina en el horizonte, y esta persona ya estaba corriendo sin compañía alguna.
Pregunté por ahí y descubrí que era un estudiante de segundo año de un pueblito rural de Indiana. Se llamaba Ralph Foote, y era un corredor hecho y derecho. No estoy del todo seguro de con cuánta frecuencia veía a Ralph, flaquito como una espiga, en estas carreras veloces, pero sé que fueron muchas, muchas veces.
Durante la primavera siguiente, me enteré de que el entrenador de carreras estaba buscando ayuda para la competición de atletismo. La Universidad de Taylor organizaba el evento, y se necesitaban trabajadores a tiempo parcial y ayudantes para mover obstáculos, rastrillar la arena en las plataformas de salto, poner las barras para el salto en alto, etc. Empezó la lista de voluntarios con los que se especializarían en educación física, y como mi compañero de habitación era uno de ellos, yo acepté gustoso la invitación de unirme a él en la competición.
Cerca del final de la tarde, el locutor llamó a los corredores a la línea de partida para la carrera de tres kilómetros (dos millas). Y como todavía no me habían asignado a ningún otro evento, subí con cautela a la cima de la torre de prensa a mirar.
Cuando sonó la pistola de partida, el grupo de corredores salió disparado como si fuera una sola criatura con muchas cabezas. Al final de la segunda vuelta, la criatura había adelgazado bastante. Varios hombres iban a la cabeza. Tal vez unos seis o siete. El resto del campo se extendía unos 27 metros (30 yardas) aproximadamente.
Cuando los corredores terminaron la primera milla (cuatro vueltas alrededor de la pista), la distancia entre los que iban adelante y los que iban atrás abarcaba toda la recta, casi la mitad de la vuelta. El grupo que lideraba se había reducido a tres.
Este trío de corredores permaneció unido durante tres vueltas. Paso a paso, mantenían el ritmo con zancadas veloces y sincronizadas. Mientras los trabajadores temporales en la cabina de prensa miraban sus cronómetros, la emoción aumentaba. «Estos chicos están marcando un tiempo excelente», escuché que decía uno. «Podría haber un nuevo récord de competencia en las dos millas; quizás incluso un récord estatal, algo no menor para una universidad tan pequeña».
Por fin, los corredores que iban a la cabeza cruzaron la línea de partida para empezar la última vuelta, y el juez de salida volvió a disparar la pistola. Pregunté qué significaba eso. Era la vuelta final. La pistola alertaba a los corredores (que claramente no necesitaban ningún recordatorio) y a todos los demás de que esta era la última vuelta.
Entonces, algo increíble sucedió. Mientras escribo estas palabras, casi 30 años más tarde, todavía puedo sentir la emoción abrumadora de lo que vi aquel día, como si la estuviera experimentando por primera vez. Antes de que el disparo terminara de resonar en los bosques detrás de la pista, uno de los corredores pareció explotar desde el grupo de tres. Era el estudiante de segundo año. Ralph Foote. Como si lo hubieran tirado con una honda, salió disparado a toda velocidad. Y aunque los otros dos corredores también aumentaron un poco el paso, en comparación, parecía como si hubieran reducido el paso casi a un trote perezoso.
Todo el estadio se puso de pie. Los competidores que estaban terminando sus esfuerzos se quedaron helados en su lugar. Durante casi medio kilómetro (un cuarto de milla), Ralph no aminoró el paso. El esprint imparable que había comenzado cuando se disparó la pistola no aflojó. Cuando dobló por la última curva para correr por la recta final hasta la cinta, todos estaban mirando y alentando a gritos al muchacho de 19 años. Incluso los deportistas y los entrenadores de otras escuelas lo alentaban. Ralph había estado esperando y entrenando para este momento. La disciplina fiel de sus carreras matutinas en aquellos caminos rurales solitarios le valió su justa recompensa.
Cuando publicaron los tiempos, Ralph Foote le había robado once segundos al récord escolar de las dos millas, y más de diez segundos al récord de la competencia. (¡La primavera anterior, había superado el récord de la competencia por 19.3 segundos!). Y por si fuera poco, estableció otro récord; esta vez, la marca estatal, en las dos millas al año siguiente).2
Pero si crees que Ralph Foote solo tenía dotes naturales, que era un deportista al cual lo ayudaba su genética o que su éxito se podía atribuir a su régimen obsesivo de entrenamiento,3 tengo que decirte que él mismo reconoció que, al igual que todos los grandes corredores, tuvo un entrenador de talla mundial, un mentor. El suyo fue George Glass, el entrenador de carreras icónico en la Universidad de Taylor desde 1960 a 1985.
Sería natural preguntarse por qué un corredor necesita un entrenador. Es decir, además de gritar una orden como: «¡Oye, corre más rápido!», ¿qué puede hacer un entrenador de carrera?
En realidad, la respuesta es sencilla. Un entrenador excelente planta una semilla en el corazón de su alumno que dice: «Puedes lograrlo», y «Creo en ti». Instruye a un corredor joven con una estrategia para ganar.
Un entrenador excelente planta una semilla en el corazón de su alumno que dice: «Puedes lograrlo», y «Creo en ti».
Incluso de mis propios años de competir en carreras de distancia, todavía recuerdo algunas de las exhortaciones de mis entrenadores. Cosas como:
• No pierdas de vista a los demás corredores, pero no te obsesiones con ellos.
• Espera sentir dolor y sigue adelante con resolución y valor.
• Guarda algo para la recta final.
Los entrenadores comunican que hay una manera correcta de empezar una carrera, que hay un método correcto de correr las vueltas intermedias y que la reserva se aprovecha en la recta final. Lo que Ralph sabía era que, si quería tener suficiente energía para terminar, necesitaría escuchar a su entrenador y decidirse a obedecer.
Sería un honor poder hacer esto por ti mientras lees.
Tienes que quererlo
Mi hermano Dan era un luchador de competencia. Yo le llevaba casi ocho años, y asistía a todas las luchas que podía cuando terminé la universidad y no vivía tan lejos del hogar. Si hay algún deporte que tenga falta de glamur y pocas personas en las gradas, un deporte que lleva al extremo la resistencia y las agallas, es la lucha libre.
Una de las historias que me contó Dan fue la de un discurso en los vestuarios que les dio uno de sus entrenadores más duros y (por lo tanto) más exitosos. El hombre estaba intentando que sus muchachos aumentaran el rendimiento, que no se conformaran con la mediocridad y se esforzaran por alcanzar la excelencia. Reunió al equipo después de un torneo decepcionante y los amonestó con la necesidad de «tener la cabeza en el lugar correcto» antes de hacer cualquier otra cosa.
«Si realmente esperan ganar —dijo—, primero tienen que quererlo».
Tal vez suene bastante evidente, pero si queremos que nuestra recta final sea inolvidable—una recta final que realmente signifique algo especial—, es necesario decidir que lo queremos. Habrá momentos en los que tirar la toalla parezca la única opción, momentos en donde demasiados obstáculos e impedimentos y problemas nos impidan correr bien nuestra recta final. Pero, al igual que el entrenador de Dan, ¿puedo animarte —rogarte— a que decidas que quieres esto? ¿Que lo quieres de verdad? ¿Para ti?
Si queremos que nuestra recta final sea inolvidable —una recta final que realmente signifique algo especial—, es necesario decidir que lo queremos.
Mi ánimo a abrazar la parte de «querer» en realidad viene con un costo personal muy grande. Requiere que confiese todo, pero es una historia que necesitas conocer.
Crecí en un hogar donde se honraba a Dios. Dábamos gracias antes de comer e intentábamos tener alguna clase de «adoración familiar» al terminar de cenar en familia. La voz de mi madre solía llenar el aire con himnos durante el día y con oraciones que hacía en forma habitual con sus amigas en la sala de estar. Y muchas mañanas, bien temprano, veía a mi papá de rodillas orando por sus hijos y su obra como el líder de un ministerio cristiano. Usaba aquellas primeras horas del día para leer su Biblia. Esa era mi casa.
Así que, desde muy joven, supe que algún día, mi propio tiempo devocional (leer la Biblia y orar), debería ser el equipamiento estándar. Lo hacía a tropezones. Me tropezaba más veces de las que me levantaba. Un orador motivacional en algún retiro a veces me llevaba a volver al buen camino después de haberme descarriado, pero mis hábitos devocionales no tenían nada de habituales.
Adelantemos el reloj 50 años. Soy esposo, padre de dos hijas adultas y casadas, y abuelo de cinco, uno de los cuales está casado. Mi vida no resultó como esperaba. Mayormente, debido a sorpresas buenas. Después de la universidad, pasé seis años ministrando a jóvenes, y desde ahí, me dediqué a las publicaciones cristianas. También he enseñado en la escuela dominical para adultos todos estos años.
En 1996, como dije, escribí mi primer libro y me picó el bichito de la escritura en forma permanente.4 Al tiempo, ya había escrito dos libros, y luego tres. En 1999, escribí las notas para la Biblia Devotional Bible for Dads [Biblia devocional para papás], la cual incluía perspectivas diarias para hombres: esposos y padres.
Por cierto, toda esta actividad vocacional requería actividad y compromiso cristianos, estudio bíblico e investigación. Pero a pesar de todo esto, mi propia vida de oración y lectura de la Biblia —me refiero a la clase que se hace solo para conexión e inspiración, sin el objetivo de enseñar o publicar— era esporádica. En el mejor de los casos.
Entra la señorita Bobbie.5 Desde que nos casamos en 1970 hasta su muerte en 2014, Bobbie siempre amó la Palabra de Dios. Mujer madrugadora, solía levantarse cuando todavía no había luz y sentarse en su silla favorita para estudiar la Biblia. Lo sé porque muchas mañanas, me despertaba unos minutos después que ella y pasaba en silencio junto a su silla en la sala de estar mientras ella estudiaba, camino a buscarme una taza de café y seguir a mi oficina en la planta alta.
Sin decidirlo a propósito, le había asignado a mi esposa la tarea de ser la lectora diaria de la Biblia y la que amaba a Jesús en nuestro hogar, la que lo hacía solo por amor a Él y con ningún otro propósito en mente.
En resumen, yo era espiritualmente holgazán.
Creo que me faltaba esto de «quererlo».
Pero tu Biblia y la mía están llenas de insinuaciones y admoniciones directas sobre tomar las decisiones difíciles para hacer lo correcto… de permitir que tu cabeza guíe a tu cuerpo. Una de mis favoritas viene del corazón del apóstol Pablo, y se encuentra en su carta a la iglesia de Filipos. Escribió esta carta desde una prisión romana cerca del final de su vida y ministerio. Su recta final. Probablemente se la dictó a su amigo Lucas, su colaborador con la escritura.
En esta carta, encontramos lo que podría considerarse la marca registrada, el logo, la declaración de posicionamiento, el encabezado de escena de nuestra recta final.
Se encuentra cerca del principio, donde Pablo habló de estar «convencido precisamente de esto: que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús» (Fil. 1:6).
¿Puedes ver en estas palabras la imagen de prepararse para correr la recta final? Esta última vuelta conlleva el recuerdo de la providencia cuidadosa de Dios, Su liderazgo y Su fidelidad en todas las vueltas anteriores que corriste. Es verdad.
Pero otra cosa que Pablo afirma, y que encaja a la perfección con el discurso del entrenador de Dan en los vestuario, viene con un giro poderoso.
Porque es Dios quien los motiva a hacer el bien, y quien los ayuda a practicarlo, y lo hace porque así lo quiere. (Fil. 2:13, TLA)
Permíteme acercarme un poquito para que sepas lo importante que es esto. Nos enfrentamos a esta recta final. Y al prepararnos para transitarla, tú y yo le decimos al Señor que queremos obedecerle. Al igual que un joven corredor en una competencia de atletismo cuyo papá lo alienta desde las gradas, queremos correr de tal manera que Él se alegre. Estamos ansiosos por escuchar que nos diga: «Bien hecho». Esa es la parte de «quererlo».
Pero, según Filipenses 2:13, nuestro Padre no solo nos da el deseo de agradarlo, sino que también nos da la fuerza para abrirnos paso por esta recta final con resistencia y gracia, para que podamos llegar a la meta con confianza. Y cuando llegue la hora de colgar nuestros zapatos deportivos —cuando nuestro tiempo en la tierra haya terminado—, que podamos mirar atrás como hizo Pablo, en su propia vuelta final por la pista, y decir:
He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe. En el futuro me está reservada la corona de justicia que el Señor, el Juez justo, me entregará en aquel día… (2 Tim. 4:7-8)
Tal vez estés diciendo: «Bueno, todo eso está muy bien, Robert. Pero ¿qué debería hacer de otra manera? ¿Qué puedo hacer ahora?». Me alegra que preguntes. Justamente por eso estás aquí.
Una nueva resolución matutina
Pasar junto a Bobbie mientras leía en las horas tempranas de la mañana empezó a cambiar cuando le diagnosticaron cáncer de ovarios en etapa IV en 2012. Ahí empezamos a tener algunos de esos momentos matutinos juntos. Leíamos la selección de la Biblia en voz alta y orábamos. Qué dulces momentos. Hasta que, en octubre de 2014, después de 30 meses de puras agallas y valor —y una actitud increíble sin siquiera un asomo de queja—, Bobbie se mudó al cielo.
Al finalizar su funeral, pasamos un video de tres minutos que le había pedido a un amigo que armara, donde se mostraba algo que yo había filmado con mi teléfono. Aparecía Bobbie caminando frente a nuestra casa, cantando un viejo himno llamado «Cuando andemos con Dios». No sabía que la estaba filmando.
Cuando andemos con Dios, escuchando su voz, Nuestra senda florida será;
Si acatamos Su ley,
Él será nuestro Rey,
Y con Él reinaremos allá.6
El video terminaba con el siguiente versículo bíblico en la pantalla.
Letras blancas sobre un fondo negro:
Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto. (Juan 12:24)
En los días que siguieron al funeral, sentí que el Señor me llamaba a un nuevo compromiso espiritual, el mismo al cual quiero animarte. Siempre un caballero, no me avergonzó ni me aporreó con los hechos. Con los fracasos. Tan solo me dejó saber que, durante mucho tiempo, había avanzado gracias al empuje de Bobbie. Le había asignado a mi esposa aquellos tiempos matutinos con la Palabra y en oración, como si fueran cualquier otra tarea de la casa. Pero esto tenía que cambiar. Necesitaba ejercer la misma disciplina de lectura bíblica y oración diaria que había visto en mi esposa.
Así que tomé esa decisión. Incluso empecé a leer la Biblia temprano en la silla de Bobbie, ahora que ella estaba en el cielo y ya no la necesitaba. Fue casi como si ella estuviera ahí conmigo cada vez, nunca condenándome, sino animándome.
Mientras escribo esto, hace más de cinco años que Bobbie falleció. Son más de 1500 mañanas. Y, aunque no quiero jactarme, puedo decirte que tal vez solo me haya saltado diez mañanas. Probablemente, menos. Esta práctica se ha vuelto tan predecible para mí como colocarme un par de pantalones cómodos y hacerme una taza de café.
Si me permites ser tu entrenador, me sentiría honrado de animarte a empezar con lo básico. ¿Estás dispuesto a decidir ahora mismo —ya sea que te estés preparando para la recta final o que ya estés corriéndola de manera activa— y comprometerte a pasar los primeros momentos de tu día con el Entrenador y Alentador supremo?
¿Estás dispuesto a decidir ahora mismo —ya sea que te estés preparando para la recta final o que ya estés corriéndola de manera activa— y comprometerte a pasar los primeros momentos de tu día con el Entrenador y Alentador supremo?
En poco tiempo, este será un hábito completamente valioso. Cuando menos te des cuenta, será algo que esperas con ansias cada día. Algo que, si no puedes hacerlo, tendrá un impacto negativo sobre el día que viene.
Por si te sirve, yo elegí para mi lectura bíblica La Biblia en un año7. Como tal vez ya sepas, esta Biblia incluye un pasaje del Antiguo Testamento y uno del Nuevo Testamento junto con un salmo y un proverbio. Al finalizar el año, habrás leído toda la Biblia, y los Salmos dos veces.
Es más, para añadir a esta resolución, me gustaría agregar algo que nunca había escuchado antes, mientras estaba empezando a enamorarme de mi esposa Nancy. Mientras leo mis versículos para el día, busco un par que sepa que animarán a mi esposa. Se los envió por mensaje de texto. Durante esas horas oscuras de la madrugada, mientras yo leo y ella termina el sueño de la noche, le envío estos versículos a su teléfono. Así que, cuando se despierta y mira el teléfono, estas porciones de la Escritura la están esperando.8 Si quieres, puedes preguntarle a Nancy qué significa esto para ella.
Ah, y para que sepas, no es que duerme más de ocho horas. La razón por la que yo me levanto primero es que me fui a dormir la noche anterior mucho antes que ella, así que sus «horas de tranquilidad» son al final del día; las mías son al principio. Sin embargo —y este es un «sin embargo» importante— antes de ir a dormir, nos acurrucamos, repasamos el día y oramos. Apenas decimos el último «amén», yo me duermo. Entonces, a la mañana siguiente, antes de empezar mi día, me arrimo a su silueta semicomatosa y le susurro una oración al oído. Un suave apretón de mano me deja saber que me escuchó.
Aunque mi objetivo principal al enviarle pasajes de la Escritura temprano por la mañana es animarla, el plus es la responsabilidad que siento al saber que Nancy se despertará y leerá lo que le envié. Cuando lo hace, suele responderme con un: «Buen día, amado mío», y una afirmación de cuánto aprecia despertarse con esta verdad de la Palabra de Dios. Y de parte de su esposo.
Diré una cosa más al respecto, y luego lo dejaré a tu criterio. Como no nos vamos a poner legalistas en cuanto a cuándo empieza la recta final, puedo decir al menos que no empecé este hábito asiduo hasta cumplir los 67 años. ¡Cómo quisiera haber empezado mucho antes! Pero me digo: Más vale tarde que nunca. Hago todo lo que puedo por otorgarme la gracia necesaria y no concentrarme en mi dilación. Además, mi corazón se llena de gratitud por el ejemplo de fidelidad de Bobbie, con todo eso de la semilla que cae al suelo, muere y lleva fruto.
Aunque te daré otras sugerencias a lo largo de este libro para que consideres durante tu recta final, sinceramente espero que, hagas lo que hagas con lo que vayas a leer, no trates este ritual de primera hora de la mañana como algo opcional. Hazlo por tu propio corazón y como un estímulo diario para tu esposa. A ella le encantará. Y te amará cada vez más.
¿No es fantástico?
Así que, en este momento, imaginemos que no estás leyendo un libro. Supongamos que estamos sentados en algún lugar cómodo. Tan solo hablando. Quizás estamos en un banco en algún parque tranquilo o en un rincón en alguna linda cafetería. Me escuchas decir que, para que tu recta final sea una experiencia buena y satisfactoria, habrá algunas cosas que tienes que hacer; probablemente antes o apenas escuches el sonido de la pistola de inicio una vez más y tu última vuelta comience.
Tal vez sea un poco arrogante actuar como si fuera tu entrenador de carrera, pero no tengo problema en ofrecerme como tu compañero de carrera, el que vaya a tu lado. E incluso antes de meternos en los detalles de estrategia, te pregunto si estás preparado para el desafío. Te animo a pensar con cuidado en tu respuesta respecto a tu disposición de aprender, aun a tu edad. También te recuerdo una de mis frases preferidas, un poco de sabiduría de Henry Ford, un hombre que muchos dirían que está entre los inventores más grandes de la historia: «Todo el que sigue aprendiendo se mantiene joven». ¿No te parece una promesa genial?
Tal vez sea un poco arrogante actuar como si fuera tu entrenador de carrera, pero no tengo problema en ofrecerme como tu compañero de carrera.
Y, si me permites modificar las palabras del fabricante de autos, diría: «Cualquiera que esté dispuesto a actuar deliberadamente en esta recta final correrá bien». Es más, uno de los hombres con los cuales hablé sobre esta recta final (el director general de una empresa, con más de 60 años de edad), me dijo: «Lo mejor que puedes hacer para que tu gente participe es dejarle saber que todavía estás aprendiendo». ¿No te encanta?
Otra manera de decirlo es con las palabras de un pastor amigo, un hombre al cual aprecio mucho, que dijo una gran verdad desde el púlpito: «Todo cambio de vida empieza con una sola decisión».9 Y la decisión que tomas de dejarte entrenar —de permitir que otro te oriente— equivale a un cambio de vida.
Así que aquí vamos. Nos prepararemos para correr y vivir esta recta. Como declara la Escritura, vamos a «poner la mira»10 en la dirección correcta y darnos cuenta del poder que tiene poner en práctica lo que pensamos.11 Además, abrazaremos el impacto de la sola decisión de no correr esta vuelta sin intencionalidad, un objetivo claro y gracia.
Será maravilloso.
Oración para la Recta final:
Padre del cielo, mi Señor y amigo, encomiendo con gratitud esta etapa y la próxima a tu cuidado. Te ruego que me llenes de tu Espíritu para que, a medida que enfrente los desafíos inevitables, no entre en pánico ni desespere, ni pierda de vista tu fidelidad y tu amor inagotable. Te lo pido en tu nombre. Amén.
Robert Wolgemuth El Dr. Robert Wolgemuth es autor de más de veinte libros, pero ha pasado la mayor parte de su carrera en el lado comercial de la industria editorial. Sus créditos incluyen puestos ejecutivos de marketing y gestión en la industria de revistas y libros en Illinois y Texas, la presidencia de una gran editorial de libros de Nashville y la cofundación de una empresa editorial y una agencia literaria.
Extraído del libro Recta Final.
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