Por : Fabio Rossi
Aunque el salmista no nos presenta una descripción de qué es el mal al que se refiere aquí, tampoco hace falta. Según observamos en la Biblia, el mal es todo aquello que oscurece la belleza de Cristo y todo aquello que roba Su gloria. Al observar el mundo podremos apreciar los efectos del pecado y la obra del maligno en una creación quebrantada y llena de dolor. Asesinatos, corrupción, inmoralidad, mentiras, odio, división y tantos pecados similares a estos son los que encabezan las portadas de los noticieros y periódicos de hoy.
El pastor David Platt compartió en uno de sus recientes libros la experiencia dolorosa e intensa que tuvo durante un viaje misionero cuando se encontró llorando descontroladamente una noche en su cabaña. Pero no gemía porque le faltara algo o alguien, sino porque el Señor le abrió sus ojos para ver lo que les faltaba a las personas que había conocido esa semana: hombres, mujeres y niños que sufrían sin comida, sin salud, sin trabajo, sin libertad… ¡sin Cristo! Me pregunto si nosotros hemos perdido la sensibilidad ante el mal y el dolor que nos rodea; si hemos perdido la capacidad de llorar con los que lloran; si hemos perdido la capacidad de amar sacrificialmente como Cristo nos enseñó.
Es común y peligroso convertirnos en cristianos indiferentes que ven el mal y el sufrimiento a su alrededor, pero que continúan su camino por el otro lado de la acera, como aquel sacerdote en la parábola del buen samaritano (Luc. 10:30‐37). Pero lo triste de esta realidad es que no se trata de ignorancia o falta de conocimiento de la verdad bíblica. Lo que nos falta, como señala el salmista, es amar al Señor.
Si en verdad amamos al Señor, y si en verdad tememos Sus justos juicios, entonces lo obedeceremos. Hay un mundo que está siendo consumido por la maldad y el pecado, y no podemos ser indiferentes. La noticia de que «el Señor reina» debe llegar a aquellos que aún no han oído, para que entonces puedan alegrarse y gozarse en la salvación de Dios.
Esto requiere dejar de poner los ojos en nosotros para ponerlos en Dios. Dejar de adorar y asombrarnos por las cosas que nos distraen, para poner nuestros ojos en Dios y en Su misión. Esto implica dejar de invertir nuestros recursos en cosas que perecen, para invertirlos en la obra de Dios. ¡Esto implica muchos sacrificios! ¿Estás dispuesto a hacerlos?
Tal vez tengas miedo de dejar tu comodidad, pero el salmista nos recuerda la promesa del Señor: «Él guarda las almas de sus santos; de mano de los impíos los libra. Luz está sembrada para el justo, y alegría para los rectos de corazón» (vv. 10‐11).
No sigas orando: «heme aquí, envía a otro». Necesitamos orar: «Heme aquí, envíame a mí… haz conmigo como tú quieras» (Isa. 6:8). Ya no podemos seguir llenando nuestras cabezas con buenos devocionales y sermones sobre la misión de Dios. ¡Necesitamos ser la Iglesia que Dios ha llamado para cumplir Su misión en el mundo!
Que nuestra oración sea convertirnos en aquellos mensajeros de los que habló el profeta Isaías, cuando dijo: «¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación, del que dice a Sion: tu Dios reina!» (Isa. 52:7, itálicas añadidas).
Fabio Rossi es el Director Ejecutivo de Coalición por el Evangelio, el ala hispana de TGC. También sirve como Coordinador de Operaciones Internacionales, apoyando a los líderes de las diferentes Coaliciones alrededor del mundo. Fabio vive en la Ciudad de Guatemala con su esposa, Carol, y sus dos hijos.
Extraído del libro Un año con jesús.
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