Por : Mario Escobar
La ciudad del saber
Lovaina, 4 de junio del año de Nuestro Señor de 1539
LOVAINA ERA UNA DE LAS ciudades más hermosas de Europa. Bruselas le había robado hacía años su título capitalino del ducado de Brabante, pero sus hacendosos vecinos habían sustituido el comercio de tejidos, que tanta fama y fortuna les había deparado, por el del comercio de la cerveza, que solía venderse durante las navidades, aunque todos la conocían más por ser la cuna del saber. La Universidad de Lovaina se fundó en 1425 por la solicitud de Juan IV, duque de Brabante, a la Santa Sede. Al poco tiempo la universidad se situó entre las más grandes de su tiempo, codeándose con la de París, +Colonia, Viena o Salamanca. Por sus aulas habían pasado eruditos como Adriaan Floriszoon Boeyens, Juan Luis Vives, Andrés Vesalio, Erasmo de Rotterdam o Gerardus Mercator. Aquella cuna del saber, que había sido un foco de conocimiento gracias a Erasmo, se había convertido en la primera institución en condenar las enseñanzas de Martín Lutero y, desde entonces, se había centrado en la lucha contra los luteranos. Allí había llegado el joven Francisco después de pasar unos meses en Amberes ejercitándose en el negocio familiar, para abandonarlo definitivamente, e ingresar en el famoso Colegium Trilingue que había fundado Erasmo de Rotterdam unos años antes. Era una época en que el estudio de las lenguas se había vuelto peligroso, porque tentaba a los hombres a indagar en las palabras originales, en griego, hebreo y arameo, que se habían usado para escribir las Sagradas Escrituras. Las traducciones de la Biblia en las lenguas vernáculas comenzaban a circular por Europa. Mucho antes otros hombres habían vertido los sagrados textos al portugués o al catalán, al árabe o al castellano, pero aquellas traducciones habían permanecido encerradas en los monasterios o en las bibliotecas de los príncipes, hasta que la imprenta inundó de ejemplares toda Europa. Ahora Francisco de Enzinas se dirigía a la secretaría de su facultad para matricularse. El único que conocía sus intenciones era su hermano Diego; el resto de la familia lo ignoraba. El joven burgalés había tomado la decisión mucho antes. Sus padres lo habían obligado a regresar a Burgos para ayudar a su tío Pedro de Lerma a recoger algunas pertenencias. El anciano profesor lo había tomado de la mano una tarde, poco antes de partir a París, y lo había llevado al patio de La casa. Lo había mirado con sus ojos medio hundidos por el peso de los años e intentando sonreír le dijo:
—¡Nunca te avergüences de Cristo, él murió por nosotros en la cruz del Calvario! Estos frailes son ignorantes y yerran como lo hicieron sus mayores. Las Sagradas Escrituras contienen toda la revelación, aférrate a ellas y no te alejes jamás de sus preceptos.
El joven Francisco no terminaba de entender a su docto tío. Las únicas nociones de las Sagradas Escrituras que había recibido habían sido justo antes de su catequesis, pero aparte del padrenuestro y el avemaría, apenas conocía los Diez Mandamientos y el Credo.
—Nunca he leído el libro sagrado.
El anciano miró a la puerta que daba al salón y extrajo de debajo de su hábito un librito, después lo dejó en manos de su sobrino y le pidió que lo escondiese.
—¿Qué me dais?
—Es el Novum Instrumentum omne de Erasmo, por eso me condena la Inquisición, por propagar sus ideas. Hasta hace poco, el inquisidor general Alonso Manrique y el emperador amaban los escritos del huérfano de Rotterdam, pero hoy no hay lugar para la verdad en el corazón de los hombres. No lo olvides, Francisco, se acercan tiempos oscuros y uno deberá elegir el bando en el que lucha, el de la luz o el de las tinieblas.
El joven miró a su tío con temor. Sabía que la inquisición era capaz de hacer cosas terribles a los herejes, Pedro de Lerma se había salvado por la influencia de su familia en la corte. Se comentaba que el padre de Francisco había tenido que dar una fuerte suma al emperador para que el anciano no terminase en la hoguera.
Francisco dejó Burgos con cierta desazón. Había notado que las cosas habían cambiado mucho en la ciudad y en toda la comarca. La pobreza parecía extenderse por todas partes y el otrora próspero comercio de la lana y la fabricación de tejidos había decaído mucho. Se encaminó hacia Amberes, donde su tío representaba a la familia frente a los comerciantes neerlandeses. Francisco estaba dispuesto a entrar en el negocio familiar. En cuanto llegó a la ciudad se hizo con un diccionario de griego y comenzó a leer con torpeza el Nuevo Testamento de Erasmo. Apenas lograba unir dos palabras con dificultad y se agotaba enseguida, pero poco a poco leyó los cuatro Evangelios y, más tarde, el resto del Nuevo Testamento. Aquello comenzó a cambiarlo por completo y decidió dejarlo todo en secreto, e ir a Lovaina para aprender griego, hebreo y arameo con el único fin de leer toda la Biblia.
Su hermano Diego lo descubrió una mañana cuando, a la luz de una minúscula vela, se esforzaba por leer el Nuevo Testamento. Desde entonces leía con él cada mañana y cada noche.
Ahora estaba a punto de inscribirse en el colegio y cuando le tocó su turno dio dos pasos y se colocó enfrente de la mesa del secretario.
—Nombre y apellido —dijo el hombre sin siquiera mirarlo a la cara.
Francisco hablaba perfectamente francés y dominaba bastante el neerlandés, pero el secretario le había hablado en latín, el idioma oficial de la universidad. El joven carraspeó y al final dijo con cierta torpeza:
—Francisco de Densines.
El secretario frunció el ceño y miró de arriba abajo al joven. Vestía ropas caras, su piel pálida como la luna delataba su estatus y sus manos parecían suaves como las manos de una niña.
—¿Sois español? —preguntó en la lengua latina con cierta extrañeza.
Francisco afirmó con la cabeza, el secretario terminó de rellenar la solicitud, le entregó una copia al joven y le indicó a un estudiante que lo acompañara a su colegio. Un rubicundo muchacho de ojos azules y pestañas casi blancas le sonrió y lo ayudó a llevar su equipaje.
—Bienvenido al infierno, me llamo Aidan, no se ven por aquí muchos españoles. El viejo profesor Juan Luis Vives está en la ciudad, vino de Brujas a pasar unos días, pero ha caído enfermo.
Francisco había oído hablar de él a su tío Pedro de Lerma.
Este le había comentado que junto a Erasmo era uno de los hombres más sabios de la tierra.
—¿Dónde está alojado?
—En el colegio del papa Adriano VI.
—¿En la Escuela de Teología?
El joven burgalés dejó su equipaje al lado del camastro. La habitación era humilde, casi monacal, pero había un escritorio y una ventana que daba al jardín.
—¿Me llevarías hasta él?
El joven neerlandés se rascó el pelo rubio y después extendió la palma de la mano. Francisco le soltó unas monedas y Aidan con una sonrisa le dijo:
—Aquí todo cuesta dinero. Lovaina es la cuna del saber, pero también uno de los lugares más caros para vivir. Los estudiantes malvivimos como podemos, pero algún día regresaré a casa con un título debajo del brazo y todo será diferente. Ahora os dejo descansar, vendré en una hora para acompañaros, aunque no os aseguro que el viejo profesor pueda recibiros.
Francisco asintió con la cabeza y le dio las gracias. En cuanto se hubo marchado el joven estudiante, se sentó en el camastro y sacó su Nuevo Testamento desgastado por el uso. Estaba muy contento porque ya podía leerlo de cabo a rabo, incluso algunas partes las había memorizado, pero le faltaba aún mucho por aprender. Dejó el libro a un lado y se tumbó en la cama. Después, se recostó y se quedó dormido enseguida.
Cuando Francisco se despertó se sentía tan confundido que no recordaba dónde se encontraba. Miró a su alrededor, la luz en esa habitación de paredes desnudas había menguado notablemente y sintió temor. Llevaba tiempo lejos de casa y, aunque siempre estaba dispuesto a conocer gente y culturas, en algunos momentos añoraba su hogar, sobre todo el de los buenos tiempos, antes de que su madre muriera. Siempre había arrastrado aquella desazón, la sensación de orfandad que lo había llevado hasta Amberes, y ahora a Lovaina, lo empujaba a buscarse a sí mismo. En el fondo anhelaba encontrar un sentido a su existencia. Antes de irse de España había pasado una breve temporada en la Universidad de Alcalá. El ambiente estudiantil le había fascinado, pero después de pasar varias noches con sus compañeros en las tabernas de la ciudad, emborrachándose por primera vez, se había dado cuenta de que aquello no lo llenaba realmente, que debía haber algo mucho mejor para llenar ese vacío interior que lo atenazaba.
Escuchó que alguien llamaba a la puerta y abrió. El rostro redondo de Aidan le sonrió de nuevo.
—He hablado con el maestro, a pesar de su estado tiene la mente muy clara. Cuando le he dicho que había un estudiante español no ha dudado en recibiros.
Francisco sintió que le daba un vuelco el corazón, su tío Pedro de Lerma le había hablado mucho de Juan Luis Vives y su gran erudición. El amigo de Erasmo de Rotterdam, el hombre más admirado y odiado de Europa.
Caminaron por la ciudad a media tarde, aún el calor se sentía bajo un sol casi veraniego. Llegaron hasta la Escuela de Teología y pasaron por el inmenso recibidor antes de tomar un pasillo que llevaba a las habitaciones de los profesores. Se pararon delante de una puerta nueva que aún olía a resina y barniz. El estudiante llamó y pasó sin esperar la respuesta.
La sala estaba en penumbra, pero se intuía amplia, con las paredes forradas de libros y los cortinajes echados para que la luz del sol no cegara los ojos casi velados de Juan Luis Vives. El anciano estaba sentado en una butaca de terciopelo verde y un cojín en la espalda lo mantenía erguido, aunque algo inclinado hacia la derecha. Estaba vestido de terciopelo negro, pero se veía que el traje le quedaba holgado, como si el hombre que un día fue se estuviera consumiendo poco a poco hasta desaparecer por completo. Cuando los vio entrar alzó la cabeza. Sus ojos, a pesar de las cataratas, parecían aún vivos, expectantes y curiosos. Juan Luis Vives sonrió y por un instante pareció rejuvenecer, como si, tras la piel arrugada y cetrina, las manchas que cubría sus mejillas y el escaso pelo cano, se escondiera el joven inquieto que un día fue.
—Maestro, os presento a Francisco de Enzinas, estudiante español.
El viejo profesor no se inmutó, al menos al principio, pero después hizo un gesto al estudiante para que los dejara a solas.
—Estos tunantes saben casi todos los idiomas y serían capaces de vender su alma al diablo. Sentaos, don Francisco.
El joven burgalés estaba tan impresionado que no sabía qué decir ni qué hacer, tardó en sentarse y se inclinó hacia delante como si esperase la bendición del maestro.
—Estoy pronto a morir, siempre pensé que cuando llegase mi hora estaría atemorizado, pero en cambio siento cierto alivio. Todo mi mundo ha desaparecido, y lo que aún pervive no tardará demasiado en sucumbir ante lo nuevo. Esa es la gran paradoja de la vida: creemos que estamos construyendo algo único, que perdurará para siempre, pero nada es permanente, ya lo dijo el predicador en el libro de Eclesiastés: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad».
—Muchas gracias por recibirme, es para mí un honor.
—Vuestra juventud me devuelve por unos instantes a la vida. Escuchar de nuevo hablar en castellano, ¡qué delicia! Cuánto añoro Valencia, el mar, el sonido de las gaviotas, las olas golpeando los riscos, la brisa que me devuelve a la infancia. Ahora mi Margarita es mi pedazo de patria, lo que aún me une a mi amada tierra. Ella llegó a Brujas cuando era niña, pero todavía conserva en su mirada el azul del mar. Está en casa esperando a que regrese, no quería que viniera a Lovaina, pero necesitaba ver las aulas por última vez.
Francisco intentó retener cada palabra como si fuera el mayor tesoro que le hubiera regalado el destino.
—¿Qué somos? ¿El resultado de nuestra crianza o de nuestros humores? ¿Aprendemos o simplemente repetimos el comportamiento de nuestros padres y mentores? Con vuestra edad odiaba a mi padre, creía que era un traidor por haber renunciado a nuestra fe judía, pero cuando, por causa de los inquisidores, lo quemaron en la hoguera, me di cuenta de que lo había hecho por nuestro bien. No he vuelto a pisar España, mi dulce tierra está contaminada con la sangre de inocentes. Aunque, si no hubiera sido por la persecución que se desató contra mi pueblo, probablemente nunca habría viajado a París ni recibido mi formación, me hubiera convertido en un comerciante como mi padre.
—Dios escribe nuestro destino —se atrevió a decir Francisco. El maestro ignoró el comentario y cambió ligeramente su posición, apoyando su mentón en la otra mano.
—La primera vez que pisé esta ciudad fue en 1519, si no me falla la memoria. Este edificio aún no había sido construido y la universidad era mucho más pequeña, más provinciana. Aquí conocí a Erasmo, aquel hombre me cambió la vida para siempre. Me puse manos a la obra para reeditar la obra de San Agustín y, por primera vez, entendí el cristianismo. Me sentí muy furioso hacia aquellos que en nombre de Nuestro Salvador mataban a Su pueblo. No he dejado nunca de ser judío, pero ahora tengo lo mejor de los dos pueblos. La vieja rama del olivo que es Israel y la nueva injertada por el mismo Cristo. A Erasmo no le gustó la edición, decía que era demasiado polémica, él que escribió Elogio de la locura.
El anciano sonrió y le vino una tos repentina que no cesó hasta que Francisco le alcanzó un vaso de vino.
—Gracias, después escribí mi tratado sobre la educación de las niñas, aunque hoy creo que el mundo no estaba preparado para mis ideas. Muchos ven en las mujeres a seres inferiores, pero Nuestro Señor las incluyó entre Sus seguidoras y las instruyó, mientras que los rabinos de Su tiempo se negaban a tales prácticas. La reina Catalina me llamó a Inglaterra y llevé la cátedra en la Universidad de Oxford, pero el clima inglés es capaz de minar la salud del hombre más fuerte y volví al continente. Me casé con mi amada Margarita, y cuando regresé a Inglaterra el rey se había separado de la reina para casarse con Ana Bolena. Me ofrecieron una cátedra en Alcalá de Henares, pero no me fiaba de la inquisición, ya habían quemado a un Luis Vives hacía años, nos les quería dar el gusto de que quemasen a otro. En Brujas intenté que mis ideas cívicas cambiaran la ciudad, porque el reino de Dios es para «aquí» y para «ahora», pero pronto aprendí con tristeza que los ricos de este mundo y los poderosos no quieren que cambien las cosas.
Francisco miraba al hombre sin parpadear, como si necesitara grabar en su mente cada una de sus palabras.
—¿Por qué habéis venido a Lovaina? No son muchos los españoles que se aventuran fuera de sus lindes; no faltan europeos que piensen que Europa termina en los Pirineos. Al menos eso decía el bueno de Erasmo y aunque me duela, no le faltaba razón, al menos en parte. A los reinos que queman a sus hombres más sabios no se les puede calificar sino de salvajes.
—Bueno, quería aprender griego para entender mejor las Sagradas Escrituras.
Vives miró sorprendido al joven.
—¿Acaso deseáis ser eclesiástico?
—No tengo vocación, maestro. Pero desde que mi tío Pedro de Lerma me regaló el Nuevo Testamento de Erasmo en griego no he podido dejar de leerlo.
—¿Sois sobrino de Pedro de Lerma? Me he enterado de que ha tenido que exiliarse en París. ¿Entendéis lo que os digo? Alejaos de los estudios de las Sagradas Escrituras si apreciáis vuestra vida —el anciano se puso morado de repente, como si le costase respirar—. Os buscaréis la desdicha para vos y para toda vuestra familia. Las autoridades eclesiásticas no os permitirán que descubráis sus secretos y os mandarán a la hoguera.
—Pero, si están engañando al pueblo, alguien tiene que enseñarles la verdad.
El viejo profesor se inclinó hacia delante, como si quisiera contarle un secreto.
—¿Veis este edificio? Hace unos años, cuando todavía vivía Erasmo, se podía hablar de cualquier tema. Nada estaba vedado, pero ahora el emperador y otros monarcas han declarado la guerra a todo aquel que ose interpretar las Sagradas Escrituras por sí mismo. No caigáis en ese error. Os lo aconseja un viejo, pues si he logrado sobrevivir todos estos años ha sido evitando la polémica
.
—Como os dijo Erasmo con vuestro primer libro —contestó Francisco.
—Justo de esa manera. La mayoría de los hombres no quieren descubrir la verdad y aquellos que lo desean ya lo harán por sí mismos.
Francisco se quedó profundamente decepcionado.
—Jesús nos envió a predicar el evangelio a toda criatura y a hacer discípulos. No hacerlo es incumplir Su principal mandamiento.
—No, joven, Su principal mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos.
—Pero ¿qué mayor expresión de amor podemos dar a la gente que anunciarles las buenas nuevas de salvación?
Juan Luis Vives parecía contrariado con las palabras de aquel joven. En el fondo se preguntaba si no había sido demasiado cobarde al aceptar la idolatría velada de Roma, al no denunciar las profundas contradicciones morales y doctrinales de la Iglesia. ¿Pero acaso no habrían silenciado su voz como la de tantos?
—Si pensáis que esa es la voluntad de Dios, hacedlo, pero ya sabéis lo que ha sucedido siempre con los profetas de Dios.
Las últimas palabras de Juan Luis Vives siguieron flotando en su mente aun después de abandonar la sala y, más tarde, el edificio. Aidan lo miraba intrigado, no esperaba que el español estuviera tan abatido después de hablar con uno de los profesores más admirados de Lovaina. Lo que no podía comprender era que Francisco acababa de enfrentarse a la misma disyuntiva a la que se habían enfrentado muchos otros antes: ¿debía obedecer a Dios o a los hombres?
Mario Escobar Autor Betseller con miles de libros vendidos en todo el mundo. Sus obras han sido traducidas al chino, japonés, inglés, ruso, portugués, danés, francés, italiano, checo, polaco, serbio, entre otros idiomas. Novelista, ensayista y conferenciante. Licenciado en Historia y Diplomado en Estudios Avanzados en la especialidad de Historia Moderna, ha escrito numerosos artículos y libros sobre la Inquisición, la Reforma Protestante y las sectas religiosas
Extraído del libro Un hombre libre .
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